La República
La mitadmasuno
8 de agosto de 2014
Juan De la Puente
La reforma política fue abordada incluso antes de la aprobación de la Ley de Partidos Políticos (LPP) Ley N° 28094 del 2003. Como se recuerda, luego de la caída del fujimorismo se plantearon cambios institucionales y constitucionales de alto calado, cuyo paradigma más elevado fue la formación de una Asamblea Constituyente y la aprobación de una nueva constitución, y en una lógica minimalista la reinstalación del bicameralismo y la descentralización.
La misma LPP fue recibida con desconfianza y poco entusiasmo; gestionada como parte de las políticas de Estado del Acuerdo Nacional suscrito un año antes, fue posible solo por el empeño de un reducido grupo de líderes políticos y de la Asociación Civil Transparencia e Idea Internacional. Entonces, la academia razonaba con un receloso perfil, advirtiendo: 1) que lo más importante era fortalecer los partidos existentes y no debilitarlos normativamente; 2) que no debería ampliarse más un sistema ya demasiado abierto; 3) que debería colocarse más barreras de entrada al sistema y vallas para la permanencia en él: 4) que era riesgoso promover la renovación desordenada de las dirigencias partidarias; y 5) que era preciso abocarse a la reforma del Estado como un mecanismo legitimador de la política.
La LPP tuvo un sentido institucionalizador de lo existente antes que reformista, y a esa mediatización se debe su rápido fracaso. En el 2006 se hizo evidente la crisis de lo poco que quedada del sistema de partidos, cuando el parlamento se pobló de legisladores independientes ganadores de costosas campañas y cuando los partidos se replegaron a Lima y a las elecciones nacionales abandonando el resto del país. Los comicios del 2010 y 2011 profundizaron la crisis; en el 2010, las estructuras nacionales solo ganaron en 4 de 25 regiones, en 77 de 195 provincias y en 693 de 1.605 distritos. Y en el parlamento del 2011, por lo menos 65 legisladores electos no eran militantes de los partidos por los que postularon, a pesar de que algunos pasaron por fórmulas de comicios internos, obviamente fraudulentas. Nuestro Legislativo, un órgano político por excelencia, fue diezmado de políticos.
Si la LPP fue un hijo no deseado y esperado, la reforma política es evitada. La mayoría de partidos han desarrollado una sensibilidad contra la reforma y los que lo desean poseen dirigencias débiles ante sus bancadas, especialmente en este tema. Ello no ha impedido que la LPP haya sido modificada 8 veces y en 17 de sus 41 artículos, sobre todo para cerrar el sistema, elevando a 450 mil las firmas requeridas para legalizar nuevos partidos.
La reforma policía fue obviada por los candidatos presidenciales que compitieron el 2011; también fue ignorada por casi todos los medios y silenciada en los partidos; y hasta hace poco, la mayoría de académicos, politólogos y analistas pasaban de largo frente a ella con el registro general de que el problema de la políticas y de los políticos no son las reglas, una rotunda fórmula negadora. Este temperamento alcanzó inclusive a los proyectos de Código Electoral y de Ley de Partidos presentados en consenso por los organismos electorales al Parlamento.
La mención a la reforma que hiciera el Presidente de la República en su reciente mensaje a la Nación se produce luego del estallido de la corrupción regional aparejada con la fundición de las bancadas parlamentarias. En este nuevo momento se acepta por fin la necesidad de la reforma, aunque deberán pasar algunos años más para concretarla. Por ahora se han empezado a trazar los mapas de navegación de tan trascendental cambio.
Lamentablemente, el nuevo sentido común de la reforma política es todavía débil para imponerse; las llaves de la misma se encuentran en poder de los que viven y se reproducen gracias al viejo sistema de la formación de la representación. Los “comeoros”, “robacables”, lobistas y negociantes son todavía mayoría en el Congreso y hará falta una gran movilización ciudadana que echarlos de los salones del poder.