La República
La mitadmasuno
13 de junio de 2014
Juan De la Puente
El país asiste durante tres meses a revelaciones sobre la corrupción regional y municipal. Por ahora, los escándalos son solo noticia, algunas detenciones y harta indignación pública, y sorprende que a pesar de la dimensión del estallido el país no haya abierto un debate nacional sobre la corrupción pero sí sobre la descentralización. No es un olvido sino una omisión dolosa: el argumento que predomina sobre este ciclo de corrupción considera que esta es el resultado de un hecho fallido, la apurada creación de regiones, y no la expresión de un mal en sí mismo, inherente a la sociedad y al Estado.
En su Historia de la Corrupción (IEP/IDL 2013) Alfonso Quiroz señala que nuestra corrupción es histórica, alarmante, permanente y descontrolada, y se pregunta por la renuencia de las ciencias sociales peruanas a estudiarla, acusándolas de subestimar su papel determinante en la vida nacional. Quiroz describe siete largos ciclos de corrupción, cada uno con una duración de entre 20 y 70 años, de modo que bajo este esquema nos encontraríamos en el octavo ciclo.
La mayoría de estos períodos coinciden con los gobiernos autoritarios; en cambio, el actual es de inexcusable factura democrática y quizás a este hecho se deba el esfuerzo por relativizar su profundidad y daño institucional.
Las claves del actual discurso público sobre la corrupción esconden sus causas y caracteres, es decir, un sistema político y una cultura favorables a la impunidad, y fija su atención en los símbolos circunstanciales de los casos denunciados, por ejemplo César Álvarez, en un aparente ejercicio de objetividad y transparencia que coloca en escena a los corruptos pero esconde a los corruptores y a los sistemas de corrupción instalados en las empresas que los organizan y mantienen y en el Estado.
Este discurso ha instalado un consenso que favorece la predominancia de las imágenes y de los ritos ya aprendidos, es decir, el detenido esposado, la conferencia de prensa de la autoridad y la audiencia pública de la comisión, en un contexto de revelaciones de innegable importancia que parecen estar contentando por ahora a la sociedad aunque ignora o relativiza otros fenómenos. Este ejercicio, por ejemplo, casi ha legalizado la coima con el religioso adjetivo de “diezmo”.
Hemos empezado a vivir una ficción, un juego engañoso que aparenta una ofensiva anticorrupción esperanzado en el hecho de que la indignación es de corto plazo mientras la corrupción es de largo plazo. La mentira pública, aliada de la noticia, o esa convertida en juicio mediático se aprestan a condenar a algunos culpables pero a dejar intocados los sistemas, una penalización recargada que a la vez despolitiza un hecho de primer orden. El actual estallido de corrupción carece de fuerza para producir por lo menos una versión peruana de Mani pulite, aquel movimiento anticorrupción italiano que despertó a la sociedad y puso al descubierto un colosal sistema de complicidades mafiosas.
El país tiene varios mapas –el de la pobreza, el de sus potencialidades o el de sus recursos humanos–, pero carece de un mapa de la corrupción. Es que también carece de un programa político contra la corrupción y es probable que al paso que vamos no lo tenga en varios años. Esta ausencia es muy reveladora en un contexto en el que solo importa la “nueva” corrupción, la regional y local, y no la “vieja” y nacional, la pequeña corrupción más que la grande, la pública más que la privada, y la de otros más que la propia.
Si el desenlace de este proceso que sorprende e indigna fuese otro se abriría un período intenso de cambios que nos enriquecerían como comunidad y nos evitarían perjuicios económicos y sociales. Ajustaríamos cuentas con pesadas cargas republicanas, como el caudillismo de por sí corrupto, y con esquemas institucionales que favorecen el delito. De hecho, hasta nuestra Constitución guarda disposiciones que legitiman la corrupción, como el permiso laboral de los congresistas en las horas en que no funciona el Congreso o la figura de abandono de las tierras comunales para ser vendidas a terceros.
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