La República
La mitadmasuno
7 de octubre de 2016
Juan De la Puente
Es razonable la crítica al modelo brasileño que encarnaba Lula por su falta de fuerza para promover las reformas, su alianza con la vieja política mercantilista y la ausencia de límites ante la corrupción. Desde esta visión, la caída de Dilma Rousseff es la derrota de un modelo que previamente había perdido la batalla por el cambio político.
La victoria del No en el referéndum colombiano no es la misma derrota pero es igual; es la caída en las urnas de una firme voluntad de cambio. Sin anteojeras, el acuerdo de paz no es (¿era?) solo el desarme de las FARC sino la puerta de entrada a reformas que Colombia se merece desde hace décadas y que pudo haber terminado en una Asamblea Constituyente, no del estilo ecuatoriano o venezolano sino pactada y más legítima.
Es paradójico y dramático que en esos dos países fuesen derrotados programas que no se planteaban rupturas de la democracia. Lula/Rousseff de izquierda y Santos liberal han perdido por omisión y acción, respectivamente. En ambos casos se evidencia el cierre de vías para el cambio y la explicación más común, mutuamente condicionada, remite a la potencia de los poderes conservadores muy activos y la dispersión de las fuerzas reformadoras.
¿Cómo les fue a los que impulsaron cambios rupturistas? Inicialmente bien, y de hecho los saldos sociales en Bolivia y Ecuador son apreciables (otra vez sin anteojeras), aunque se constata ahora el bloqueo de las experiencias progresistas que se decidieron por cambios políticos y económicos. Bolivia votó contra Evo Morales en el referéndum releccionista de este año, la oposición ganó en Venezuela y volverá a ganar la próxima consulta, el kichnerismo fue desalojado del poder en Argentina dejando una estela corrupta, en tanto que el futuro de los proyectos de Correa y Morales pende de un hilo a la espera de sucesores aceptados por el pueblo.
En un esquema de alternativas se tiene: 1) la falta de cambio democrático, derrotado (Brasil); 2) la voluntad de cambio democrático pactado, derrotado (Colombia); y 3) el cambio rupturista, bloqueado. Chile representa un cuarto caso, la de una experiencia que pudo realizar cambios (sistema de elección, Ley de Partidos, Ley de Fortalecimiento y Transparencia, reforma tributaria y educativa, despenalización del aborto, unión civil, y la promesa reciente de cambios pensionarios), pero que, con encuestas a la mano, no ha logrado que su clase política y especialmente el gobierno recupere la aprobación de los ciudadanos.
Las explicaciones desde la correlación de fuerzas derecha/izquierda o poderosos triunfantes versus débiles derrotados no son suficientes para explicar lo que sucede en un continente que ha pasado de la crítica a la política a constituir mayorías que se enfrentan a los gobiernos de turno sea cual fuese su signo. Desde el 2015, salvo República Dominicana, ningún partido se ha reelegido en el poder en elecciones democráticas, con el mismo candidato o con uno distinto.
Es entonces solo parcialmente cierta la idea de que el fin del ciclo progresista en la región augura el inicio de un ciclo conservador medianamente largo. La debilidad de ambas facciones de la política latinoamericana frente a los ciudadanos es contundente y de ello también dan cuenta de la precariedad del gobierno de México y el modo catastrófico en que acabó el gobierno de Martinelli en Panamá el 2014.
La región parece ingresar a un período agitado, sin confianza ciudadana a los políticos y a las instituciones, reportado por el reciente Latinobarómetro que registra por cuarto año seguido la caída del respaldo a la democracia en A. Latina y el aumento del escepticismo. Los que se alegran con el reciente resultado en Colombia deberían razonar con códigos menos predecibles. No hay péndulo ideológico en camino sino una demanda de libertad y justicia poco satisfecha en los últimos años, a pesar de un ciclo excepcional de crecimiento regional. La gente está en las calles contra la derecha y la izquierda. La lluvia está mojando a todos.