La República
La mitadmasuno
22 de agosto de 2014
Juan De la Puente
Un seminario realizado esta semana por la ONPE, Idea Internacional y la Fundación Konrad Adenauer ha puesto con solvencia sobre la mesa el problema del financiamiento de la política en el Perú, abordando clásicos tabúes como las donaciones, las redes ilegales, la precariedad de la supervisión de fondos y la legislación comparada.
Como a otros países de la región nos sucede algo curioso. En la teoría política, los principales organizadores de la política con la ideología y los programas, en tanto que en el mundo moderno los sistemas han logrado incluir el financiamiento en esquemas legales que regulan, ponderan y equilibran los factores de la movilización política de la sociedad, de modo que con el dinero y no contra el dinero, las ideas y los programas siguen siendo los factores centrales del quehacer público.
En el Perú, no obstante, desde 1985 y con mayor intensidad desde el 2001 el dinero es el principal organizador de la política, un modelo desregulado, nada ponderado y desequilibrado.
Este resultado se debe a cinco procesos que han operado con increíble eficacia; el primero, el incremento del costo de las campañas electorales debido a la expansión de la oferta publicitaria y la compra de votos, el aumento de la demanda de prebendas por parte de los electores, y la transformación definitiva de las campañas en operaciones más personales que institucionales. Cada 5 años se tiene en el país 1,500 campañas congresales, cada una de ellas con su propia economía.
El segundo proceso es el financiamiento ilegal, tanto el que procede de fuentes legales pero que es ocultado y el financiamiento ilegal por su origen: del narcotráfico, minería y tala ilegal, contrabando y otros. El tercer proceso es la compra directa de cargos por empresas mediante pagos por adelantado, una tendencia aparentemente incontenible en regiones y municipios.
El cuarto proceso es el desborde de la institucionalidad partidaria que interactúa con el flujo del dinero no regulado, consolidando el cacicazgo regional y local y la hegemonía de una plutocracia partidaria que convierte en dirigente al que tiene más dinero, o franquea la entrada al sistema a partidos empresariales, una de cuyas expresiones es, por citar un caso, Alianza para el Progreso (APP).
En esa forma de la política, billetera mata partido, dinero mata programa y chequera mata militante. Esta dinámica se fortalece con procedimientos de elección como el voto preferencial que disuelve el colectivo político y deshabita a los partidos; según el JNE, el año 2011 solo el 37% de candidatos al Congreso estaban afiliados a los partidos por los que postularon, en tanto que al inicio del actual período parlamentario 65 legisladores no militaban en los partidos por los que fueron elegidos.
El quinto proceso es el intenso emprendimiento partidario, que solo es posible con el despliegue de recursos. Desde 1992, en nuestro país se han legalizado 55 partidos, para lo que se han debido recabar por lo menos 22 millones de firmas, a un costo total mínimo de 22 millones de dólares. Un dato más abona a lo señalado: según la ONPE, entre el 2010 y 2012 más de 150 agrupaciones adquirieron kits electorales para inscribirse como partido político.
Por esa razón, abordar la regulación del financiamiento de la política es muy urgente, probablemente en un esquema mixto que combine los fondos públicos y privados. Al mismo tiempo, es preciso que esta regulación asuma una opción estratégica que además de la regulación administrativa que se propone vigilar el ingreso de dinero y la rendición de cuentas, se preocupe por disminuir el flujo de dinero en las campañas.
Este tema nos deriva a la reforma política y debería incluirse en ella, contra los deseos que ya se advirtieron el año pasado cuando se pretendió concretar el financiamiento público sin democracia interna, aumentando el número de firmas para inscribir a los partidos, incrementando el número de invitados independientes y sin hacer más vinculante la rendición de cuentas.