domingo, 18 de febrero de 2018

Cinco canciones de desamor

La República
La mitadmasuno
9 de febrero de 2018
Juan De la Puente
Sea cual fuese el desenlace de este periodo de gran desequilibrio, los peruanos debemos aprender a convivir con la crisis. Esta es profunda, será larga, y quizás se asemeje al largo período en que coexistimos con la inflación. En este punto se aprecia una brecha entre la entendible angustia de la elite peruana y los medios por una solución inmediata y definitiva del actual estado de cosas, y cierta abulia de la sociedad cuya agenda en más amplia y cotidiana.
Es preciso tener en cuenta algunos elementos de este proceso.
1.- La incertidumbre. Desde hace cinco años, cuando se desató la guerra política entre la reelección conyugal y los llamados “narcoindultos” nos hemos acostumbrado a vivir en la inestabilidad. Ahora debemos acostumbrarnos a vivir en la incertidumbre, que es mayor que a inicios del Gobierno y cuyos componentes más frecuentes son las nuevas revelaciones, los giros de los actores y las decisiones judiciales en los casos de corrupción. La incertidumbre es el principal factor de esta crisis a lo que habría que unir nuestra gigantesca capacidad de resiliencia política, la tolerancia de un pueblo que ha tenido tantas caídas y tragedias más dolorosas en las últimas décadas.
2.- Múltiples debilidades. Comúnmente se alude a la crisis del Gobierno y a la debilidad de PPK. Siendo ello cierto, esta es también una crisis de la oposición y visto el curso ciudadano, una crisis de la sociedad movilizada, escasamente movilizada. Este hecho impide que los actores ejecuten sus estrategias por completo y fragmenta las opciones, presenta un cuadro de superposición de iniciativas inviables o que quedan a medio camino. Por ejemplo, ha sido derrotada la primera vacancia y no se ha concretado la segunda y, del mismo modo, tanto el nuevo gabinete no ha terminado de legitimarse como que se ha desgastado la movilización de la calle.
3.- Etapa desconocida de las relaciones políticas. No estamos en una situación límite, pero muy cerca de ella desde hace casi 60 días. La crisis evoluciona con notable lentitud, desenvolviéndose en varios tiempos en un ritmo que pareciese en cámara lenta. En ese contexto, el vanguardismo de la calle –el primer actor en pedir adelanto de elecciones en un porcentaje significativo- ha cedido al de los medios y partidos. Estos últimos desempeñan un activismo inédito, al punto que hacen públicas sus negociaciones para la sustitución del presidente de la República.
4.- Mientras no se dibuje un consenso político en favor de una salida cierta, que deberá ser política, los movimientos en favor de la crisis son inmensamente mayores que aquellos que pretenden conjurarla. Casi todos los acercamientos, apuestas y posicionamientos no tienen como propósito la gobernabilidad o por lo menos la estabilidad, sino la formación de coaliciones para la batalla. El país es un gran espacio de conspiración y, al mismo tiempo, de confrontación, del que quizás se excluya –quizás- a las fuerzas armadas y a los bomberos. El efecto de este cuadro es el extravío de la agenda pública o su extremo encogimiento. Por ejemplo, en medio de este escenario de maquinación cotidiana se está pasando de largo el importante debate sobre la concentración de determinados mercados.

5.- El juego de la vacancia o renuncia del presidente ha copado la discusión del actual estado de cosas, una apuesta ineludible pero cortoplacista que extrae una variedad ilimitada de argumentos que no trascienden al mediano plazo. La pregunta sobre el día siguiente de un hipotético cambio en el nivel más alto del gobierno del país no ha sido planteada, así como las condiciones de la gobernabilidad en caso se concrete ese supuesto. Este hecho no está relacionado obviamente con una falta de imaginación de los líderes políticos sino con la ausencia de un compromiso más coherente con el futuro del país. En este compás de estrategias exclusivamente partidarias, se advierte la falta de un proyecto de país a pesar de la crisis o para salir precisamente de ella. Por eso se conspira más de lo que se debate y se grita más de lo que se acuerda.

Los Fujimori, segunda temporada

La apreciación simplista de la crisis del fujimorismo reduce lo que ahí sucede a una lucha sucesoria de tres actores, obviando el movimiento y los intereses que representa cada tendencia. En respuesta, es necesario trascender del patrón banal para enlazar la lucha dinástica con la disputa en curso por la tradición conservadora popular.
La salida del sector liderado por Kenji de Fuerza Popular es la liberación de fuerzas reprimidas durante varios años y el inicio de la construcción de proyectos al mismo tiempo diferenciados y parecidos. Más allá de la novela, es un reacomodo orgánico acompañado de reajustes en el discurso.
Nunca se había experimentado en el Perú una lucha dinástica con esa intensidad. La magnitud de este hecho no puede ser estimada, pero tiene dos probables desenlaces; 1) que la batalla entre hermanos sea un mal negocio para el fujimorismo, de modo que el efecto más importante consista en la reducción de su espacio social y electoral; y 2) que, repitiendo una lógica peronista, la disputa agrande el movimiento y permita el desarrollo de tendencias con desigual destino.
Por ahora, un fujimorismo único ya no es posible y es la prueba del error de las predicciones que proclamaban que la libertad de Alberto era el inicio de un brillante plan para la recuperación del poder que su huida a Chile y la extradición interrumpieron hace 10 años.
Las cosas se presentan de otro modo; Alberto no ha logrado que su libertad sea un shock recreador del fujimorismo. Al contrario, según las recientes encuestas de Ipsos y GfK, las grandes cifras le son desfavorables, a lo que se agregan otras desventuras de gran calado: no ha podido unir su legado, ni ponerse por encima de la disputa entre sus herederos.
Luego de la salida del grupo “kenjista/albertista” de Fuerza Popular, la tendencia es a la formación de un fujimorismo tradicional, orgánico respecto del pasado (el golpe de 1992 y la década de gobierno) liderado por Kenji con el beneplácito de Alberto; y otro fujimorismo, el partidario, liderado por Keiko, menos identificado con Alberto, tolerado por este y con elementos de posfujimorismo. Como en toda ruptura, sin embargo, habrá más vasos comunicantes abajo que arriba.
La República
La mitadmasuno
2 de febrero 2018
Juan De la Puente
El fortalecimiento de una de las opciones está relacionado actualmente con las apuestas discursivas que emergen claramente. El bloque orgánico-tradicional realiza paradójicamente un giro narrativo apostando al diálogo y a la gobernabilidad, una forzada salida por el centro, una recreación del fujimorismo inicial de 1990 (el prefujimorismo), o si se quiere, una suerte de Acuerdo de Paz que no mire el pasado. Este ensayo entrará en crisis cuando se afirme que los 10 renunciantes son el apéndice del oficialismo.
En tanto, el bloque partidario persiste en el relato de “Keiko es Fujimori pero no es Alberto”, sigue apostando por la oposición, y mantiene su alianza con los sectores conservadores con el que se alió desde la segunda vuelta electoral del 2016. Aunque las cosas no están mejor: Fuerza Popular ha perdido la batalla por la vacancia y la mayoría absoluta del Congreso y está por ahora obligada a defender a PPK, discretamente, de las nuevas mociones de vacancia.
Es temprano para señalar quién ganará la disputa, aunque es obvio que Fuerza Popular tiene más instrumentos para fortalecerse (partido inscrito, bancada, aparato, discurso opositor), a pesar de lo cual, en relación a Kenji queda por dilucidar el alcance de la épica “el hijo que libera al padre”. Otro pendiente es la relación entre el partido y las masas; si nos atenemos a las encuestas recientes, Kenji/Alberto han ganado la batalla social, pero parece que han perdido la batalla por la representación formal del fujimorismo, lo que implica un reto a cada facción, para que busquen adhesiones en otros lados.

Finalmente, esta disputa pone en crisis al antifujimorismo que no estaba preparado para enfrentar a dos fujimorismos. Ya en el pasado cercano, desde la censura a Saavedra, el antifujimorismo dejó libre su retaguardia al poner todos los huevos en una sola canasta, una estrategia que el cóctel vacancia/indulto ha dinamitado.

Sarhua, memoria y reconciliación

La República
La mitadmasuno
26 de enero de 2018
Juan De la Puente
Una de las objeciones del reciente informe de la Defensoría del Pueblo al indulto otorgado a Alberto Fujimori es su falta de consulta a las víctimas, un presupuesto básico de toda medida que aspire a la reconciliación. Este aspecto, el dolor de las víctimas ha vuelto a irrumpir a propósito del caso de las 34 tablas de Sarhua donadas al Museo de Arte de Lima (MALI) por la Asociación Con/Vida Popular Arts for the Americas, con sede en EEUU.
Las tablas, pintadas al estilo Sarhua (relatos pictográficos con materiales naturales, coloreados horizontalmente sobre madera de arriba hacia abajo) fueron enterrados en el período más duro de la violencia, cuando el distrito de Sarhua (Provincia de Víctor Fajardo, Ayacucho) fue objeto de incursiones violatorias por el terrorismo de Sendero Luminoso, y por las FFAA. Luego salieron a EEUU y donadas el año pasado al MALI para la realización de una muestra. A su retorno al Perú, la policía y la fiscalía inmovilizaron el lote de arte para entregarlo finalmente al MALI el pasado 15 de enero.
Una nota periodística, exagerada en la presentación y cargada de inexactitudes dio cuenta del caso obviando algo crucial, que el MALI ha aclarado luego, que las tablas “no constituyen apología al terrorismo y más bien están en línea con la política del museo de puesta en valor artístico de las tradiciones regionales”; que “reflejan acontecimientos reales que vivieron las comunidades ayacuchanas”; y que “registran claramente el rechazo a la ideología senderista y condenan el terrorismo”.
Lejos de una mínima discusión sobre el arte, la batalla política desatada por los críticos de las tablas es agresiva y desaforada al punto de trucar fotos para presentar a Natalia Majluf del MALI como terrorista, en tanto que ciudadanos de a pie y algunas autoridades llaman a prohibir la exposición, quemar las tablas o volver a enterrarlas, o denunciar penalmente a los artistas y a los promotores de arte por apología del terrorismo.
En todo esto lo que menos importan son las víctimas, los vecinos de Sarhua y de otros distritos cercanos que murieron a causa de la violencia, sus deudos, los desplazados forzados, los niños arrancado de su entorno y el enorme sufrimiento de peruanos de esa parte de nuestro país. Al insistir en la criminalización de la expresión artística de un pueblo atacado por la violencia se insiste también en un modelo que niega la memoria, y ya no solo la restitución de los derechos para quienes la justicia y la verdad son ajenas e inalcanzables.
Todo este debería servir para reflexionar que, a pesar de la actual crisis de gobernabilidad larga y profunda, existe un espacio pequeño para encarar la agenda casi intacta del posconflicto en el Perú. El Estado ha hecho poco para cumplir con las recomendaciones de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) y hasta eso poco se está quedando en el camino.
En los últimos años se han expedido leyes referidas a esta agenda (la Ley Nº 28223 del año 2004 sobre el desplazamiento forzado, y la Ley Nº 28592, del año 2005, que crea el Plan Integral de Reparaciones y la Ley Nº 30470 de búsqueda de personas desaparecidas, por ejemplo), pero los avances son resistidos desde el mismo Estado, como lo demuestran las observaciones al reciente Examen Periódico Universal (EPU) rendido por el Perú ante las NNUU en Ginebra.
Una reconciliación planteada con decisión debería promover la atención en cinco grandes áreas: la ejecución de reparaciones, la judicialización de las violaciones a los derechos humanos, la búsqueda de personas desaparecidas, la memorialización del período de violencia, y el desplazamiento forzado. Esta agenda puede ser recuperada, a veces en forma paralela o convergente, en el proceso del diálogo que anuncia el gobierno.

No deja de ser extraño, incoherente y paradójico que en un corto período de tiempo las personas que, alabando el indulto a Fujimori reclamen la reconciliación y, al mismo tiempo, se dediquen con rencor severo a impedir que en este proceso las víctimas existan y tengan siquiera un espacio para expresar su dolor.