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domingo, 18 de febrero de 2018

Sarhua, memoria y reconciliación

La República
La mitadmasuno
26 de enero de 2018
Juan De la Puente
Una de las objeciones del reciente informe de la Defensoría del Pueblo al indulto otorgado a Alberto Fujimori es su falta de consulta a las víctimas, un presupuesto básico de toda medida que aspire a la reconciliación. Este aspecto, el dolor de las víctimas ha vuelto a irrumpir a propósito del caso de las 34 tablas de Sarhua donadas al Museo de Arte de Lima (MALI) por la Asociación Con/Vida Popular Arts for the Americas, con sede en EEUU.
Las tablas, pintadas al estilo Sarhua (relatos pictográficos con materiales naturales, coloreados horizontalmente sobre madera de arriba hacia abajo) fueron enterrados en el período más duro de la violencia, cuando el distrito de Sarhua (Provincia de Víctor Fajardo, Ayacucho) fue objeto de incursiones violatorias por el terrorismo de Sendero Luminoso, y por las FFAA. Luego salieron a EEUU y donadas el año pasado al MALI para la realización de una muestra. A su retorno al Perú, la policía y la fiscalía inmovilizaron el lote de arte para entregarlo finalmente al MALI el pasado 15 de enero.
Una nota periodística, exagerada en la presentación y cargada de inexactitudes dio cuenta del caso obviando algo crucial, que el MALI ha aclarado luego, que las tablas “no constituyen apología al terrorismo y más bien están en línea con la política del museo de puesta en valor artístico de las tradiciones regionales”; que “reflejan acontecimientos reales que vivieron las comunidades ayacuchanas”; y que “registran claramente el rechazo a la ideología senderista y condenan el terrorismo”.
Lejos de una mínima discusión sobre el arte, la batalla política desatada por los críticos de las tablas es agresiva y desaforada al punto de trucar fotos para presentar a Natalia Majluf del MALI como terrorista, en tanto que ciudadanos de a pie y algunas autoridades llaman a prohibir la exposición, quemar las tablas o volver a enterrarlas, o denunciar penalmente a los artistas y a los promotores de arte por apología del terrorismo.
En todo esto lo que menos importan son las víctimas, los vecinos de Sarhua y de otros distritos cercanos que murieron a causa de la violencia, sus deudos, los desplazados forzados, los niños arrancado de su entorno y el enorme sufrimiento de peruanos de esa parte de nuestro país. Al insistir en la criminalización de la expresión artística de un pueblo atacado por la violencia se insiste también en un modelo que niega la memoria, y ya no solo la restitución de los derechos para quienes la justicia y la verdad son ajenas e inalcanzables.
Todo este debería servir para reflexionar que, a pesar de la actual crisis de gobernabilidad larga y profunda, existe un espacio pequeño para encarar la agenda casi intacta del posconflicto en el Perú. El Estado ha hecho poco para cumplir con las recomendaciones de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) y hasta eso poco se está quedando en el camino.
En los últimos años se han expedido leyes referidas a esta agenda (la Ley Nº 28223 del año 2004 sobre el desplazamiento forzado, y la Ley Nº 28592, del año 2005, que crea el Plan Integral de Reparaciones y la Ley Nº 30470 de búsqueda de personas desaparecidas, por ejemplo), pero los avances son resistidos desde el mismo Estado, como lo demuestran las observaciones al reciente Examen Periódico Universal (EPU) rendido por el Perú ante las NNUU en Ginebra.
Una reconciliación planteada con decisión debería promover la atención en cinco grandes áreas: la ejecución de reparaciones, la judicialización de las violaciones a los derechos humanos, la búsqueda de personas desaparecidas, la memorialización del período de violencia, y el desplazamiento forzado. Esta agenda puede ser recuperada, a veces en forma paralela o convergente, en el proceso del diálogo que anuncia el gobierno.

No deja de ser extraño, incoherente y paradójico que en un corto período de tiempo las personas que, alabando el indulto a Fujimori reclamen la reconciliación y, al mismo tiempo, se dediquen con rencor severo a impedir que en este proceso las víctimas existan y tengan siquiera un espacio para expresar su dolor.

jueves, 19 de abril de 2012

Las guerras del VRAE

http://www.larepublica.pe/columnistas/la-mitadmasuno/las-guerras-del-vrae-19-04-2012
La República
La Mitadmasuno
19 de abril de 2012
Juan De la Puente
Los hechos del VRAE y el reciente informe de la Agencia contra las Drogas de Estados Unidos (DEA, en inglés) sobre el narcotráfico en el Perú se mezclan irremediablemente. La banda armada que secuestró a los trabajadores de Camisea es el principal operador del narcotráfico en el primer valle cocalero y primer territorio de refinamiento de cocaína del mundo. Asimismo, el informe de la DEA pone los reflectores sobre el incremento de la presencia mexicana en las operaciones del narcotráfico desde el Perú. El VRAE aparece así como un territorio donde se libra una dura batalla contra el narcotráfico, un hecho que el uso de los conceptos “terrorismo” y “narcoterrorismo” relativiza.
Lo sucedido en el VRAE desnuda, sobre todo, el agotamiento del discurso y práctica estatales contra el narcotráfico. La epopeya de soldados y policías y de los más altos funcionarios del Estado se dirigen hacia una organización subversiva derrotada como tal y que hace más de 10 años ha mutado en una banda al servicio de las drogas. Ellos han cambiado pero en el imaginario del Estado siguen siendo los maoístas de los años 80 que quieren tomar el poder por las armas y el terror. Por esa razón, la estrategia diseñada contra ellos no ha cambiado, sigue siendo antisubversiva en lugar de interdicción del poder narco.
Es obvio que un sector del país se siente más cómodo practicando el discurso ideológico como sustento de las operaciones contra “eso” que llaman SL y que asesina policías, soldados, fiscales y civiles, y que a veces llaman “narcosenderismo”, casi como una concesión. Ese sector se reduce a los patrullajes y operaciones militares, subestimando elementos claves que, de otro modo, reducirían el poder de esa banda: el desarrollo alternativo, el control de insumos químicos y el lavado de activos.
En el VRAE hay una guerra imprecisa. Cambiar ese discurso y práctica cuesta. Obligaría, por ejemplo, a preguntarse si fue correcto enviar a las FFAA al VRAE y construir allí un mando bicéfalo, con la PNP y las FFAA divorciadas casi en todo; o cómo fueron empleados los recursos entregados para el equipamiento militar; o por qué es más exitoso el papel de la PNP en el Alto Huallaga. Si el Estado decidiera que frente a la banda armada del VRAE se debe desarrollar una nueva estrategia antinarco, la primera decisión sería crucial: ¿Deben las FFAA participar en la lucha contra las drogas sobre todo luego de la experiencia mexicana?
No obstante lo dicho, estamos lejos del cambio. Nadie puede garantizar que, por ejemplo, se instalen dos garitas móviles en las vías hacia el VRAE como se espera desde hace casi 10 años, o que se generalicen las acciones de desarrollo alternativo en aquellas zonas donde las características del suelo lo permiten. Siendo minimalistas, ¿Es posible pensar en un Plan VRAE de verdad, que no sea la agregación de obras sectoriales? Quizás por ahora no.