La República
La mitadmasuno
16 de agosto de 2019
Juan
De la Puente
Quien
se incomode porque esta etapa ha empezado a ser dinamizada –cuando no jaqueada-
por las demandas sociales, debería reconocer que no existe una transición
estrictamente política y que al abrirse la agenda pública, esta contiene todas las expresiones de una larga
coyuntura crítica, irresuelta y acumulativa. Ese es el sentido de un proceso
donde todo o casi todo se juega nuevamente, y no solo se barajan las cartas.
Es
errada la idea de que en la transición, cuyos plazos se fuerzan desde el 28 de
julio, solo existe una “cuestión política”. Las actuales batallas que se libran
en los espacios institucionales derivan de una “cuestión social” que no puede
ser negada, y que al ser irresuelta muestra una realidad que también reclama
cambios fuera de los códigos partidarios. Todo ello hace de este escenario
pleno de perspectivas relacionadas con la vida cotidiana de los peruanos.
La
transición 2000-2001 sacrificó la cuestión social, a pesar de que las demandas
por democracia habían incorporado críticas de fondo al modelo social y
económico impuesto el 5 de abril de 1992. Solo que en la fase final del
gobierno de Fujimori, la naturaleza del poder oscuro y la hegemonía liberal
opositora en esa etapa, hicieron a un lado la agenda social de modo que la
disyuntiva en las elecciones del 2001 fue fundamentalmente política. Distinto
fue el derrotero de la otra transición, la de 1977-1980, donde ambas
cuestiones, la política y social, fueron parte del proceso, reflejadas en el
texto de la Constitución de
1979, en el contexto de una crisis económica en progreso.
Dos
esferas componen la política peruana de estos días. La esfera externa es la más
compleja, y la más desordenada. Allí se advierte más incertidumbre y es donde
se queman etapas aceleradamente desde el año 2016: una sucesión constitucional,
dos presidentes, pedidos de vacancia, cuatro gabinetes, tres cuestiones de
confianza, 12 bancadas parlamentarias para 130 congresistas, una reforma constitucional con referéndum, un
organismo constitucional desactivado, entre otros sucesos.
Pero
la otra esfera, la interna, es la más decisiva y sobre ella se ha profundizado
poco. Es el fondo del proceso que transitamos, el que hace gran parte de la
promesa de cambio en esta hora, su motor y motivo, y que resume el agotamiento
de un sistema que, siendo fuerte todavía y habiendo conseguido logros notables,
no puede producir más un orden estable para satisfacer a una sociedad que ha
cambiado radical y rápidamente en solo dos décadas, luego de la reducción de
más de 35 puntos de pobreza y la duplicación de las clases medias.
El
reclamo por un nuevo consenso que no sea exclusivamente político –que ya nos
llevó a 20 años de cuerdas separadas- no puede quedar esta vez fuera. Por
ahora, por tradición y programa, la centralidad de la cuestión social solo
es enarbolada por la izquierda y los movimientos sociales, una fuerza todavía
marginal en esta transición. Ahí reside quizás parte de las potencialidades de
lo que se denomina “la calle”, una variable cuyo volumen y fuerza es todavía
incierto, no para construir una alternativa radical y sectaria sino para
promover un proyecto plural y amplio que se haga cargo del cambio democrático.