La República
La mitadmasuno
11 de octubre de 2019
Juan De la Puente
La disolución del Congreso es
visto como un hecho vivido como un relámpago, y de él se destaca la velocidad
de la normalización de la crisis y
la igualmente rápida derrota de los disueltos, en alguna dinámica cercana a la
resignación. Se extraña, no obstante, que la observación no pasara a lo
realmente sorprendente: el escaso protagonismo de la sociedad, lo que se llama “la calle”.
En este episodio las masas no
hicieron la historia; la movilización ciudadana fue puntual, decisiva, pero
limitada, en un contexto crítico y extremo donde no existía agitación, solo
agitados, un desenlace que no puede explicarse exclusivamente desde la falta de
legitimidad de los actores, es decir, desde la desafección.
Sostengo que la sociedad ha
reaccionado también desde sus intereses específicos, de ese “mucho que perder”
que muestran y matizan algunos datos de la encuesta del IEP reciente. En ella, solo el
22% cree que la decisión de disolver el Congreso implica un golpe de Estado, una cifra que se eleva a
26% en los sectores D y E y a más de un tercio entre los jóvenes de 18-24 años.
El comportamiento de la opinión
pública, antes y luego de la disolución del Parlamento, no se advierte
populista, a pesar del tono populista –ese sí- de casi todas las narrativas de
los actores directos de este período crítico. El “que se vayan todos” no es,
por lo menos hasta ahora, un reclamo radical y explosivo, y como rezan los
sondeos y la práctica es expuesto en clave democrática. Al revés, la élite no
ha logrado movilizar a los ciudadanos con su narrativa dramática y explosiva.
Estos más bien exhiben un temperamento crítico con el liderazgo de la política,
y con el desempeño del Gobierno,
inclusive.
Esa sociedad ha sido tan
ejemplarmente democrática como distante. Este dato marca la transición como un
fenómeno pacífico y también pasivo. Ahora mismo está en duda si Vizcarra tendrá
una oposición de izquierda, de derecha, o de arriba.
En este punto se asoma un problema
estratégico. Una evolución sin una mínima disrupción no es un buen negocio para
la sociedad, porque puede anunciar un cambio sin cambio, un tránsito hacia lo
mismo, un viaje repetido. Una transición al dejavú.
Las elecciones como devolución de
la soberanía al pueblo tienen sentido si resuelven el proceso crítico en su
parte política y social, o si establece el curso del cambio, o por lo menos
ordena el debate. En tal sentido, las elecciones son la esfera externa de esta
etapa –disputa por el poder y relación de fuerzas- pero no debe olvidarse la
esfera interna, es decir, la necesidad de renovar las reglas de juego agotadas
que no pueden producir un orden consensuado de una sociedad que ha cambiado
radicalmente en dos décadas.
Es bueno que haya elecciones, pero
es malo que no asomen coaliciones. Es correcto que el pueblo vote, pero no
luego de una campaña en torno al pasado y sin ideas. El ciclo post disolución tiene varias
preguntas (cuánto durará, quién ganará, qué cambios se harán, y qué dimensión
tendrá lo que muera) que deberían responderse desde las grandes ideas, frentes
y programas y no desde el juego en pequeño. La transición peruana no puede ser
más un cuaderno en blanco a ser escrito todos los días. Ha sido derrotado el
Congreso, pero no la crisis.