sábado, 16 de diciembre de 2017

Corrupción, el espejismo brasileño

La República
La mitadmasuno
24 de noviembre de 2017
Juan De la Puente
La lucha contra la corrupción ha entregado resultados en las últimas semanas. La información y las diligencias recientes representan un pequeño impulso del sistema de justicia hacia arriba y hacia adelante, suficientes para transformar el Lava Jato peruano en un proceso contra la clase política nacional, el resultado más significativo que emerge del balance del primer aniversario del estallido de la corrupción brasileña en el Perú.
Este rasgo del proceso es igual al registrado en Brasil, aunque otras similitudes escasean. El curso que ha tomado el proceso peruano indica la fortaleza del sistema para evitar grietas en sus muros de contención y, al mismo tiempo, soslayar los cambios. Increíble giro para una corrupción subsidiaria, considerando que el volumen de las denuncias hacía suponer procesos menos controversiales, pero con mayor efecto político. Al revés, lo que tenemos son menos consecuencias y más impugnación de las decisiones judiciales.
A estas alturas, Brasil es quizás un espejismo. A diferencia de nuestros vecinos, aquí no se ha producido un pacto de impunidad entre los políticos, sino que cada sector de la elite gobernante ha cavado su propia trinchera que opera con sus propias reglas, la más importante de las cuales es la denuncia y acción solo contra los adversarios, en tanto se protege a los partidarios. En el tablero general escasean los actores públicos que apoyan resueltamente la acción de la justicia. Como consecuencia, el Perú carece de una movilización social contra la corrupción, una ausencia que deja literalmente aislados a la Fiscalía y al Poder Judicial.
Desde que estalló la crisis no hemos visto a la sociedad civil en acción, de modo que, a diferencia de Brasil, no hubo aquí una transición anticorrupción. Modestamente, solo se aprecia un vacío institucional y social, un cuadro poco dinámico que evidencia la ausencia de liderazgo y de las grandes ideas para la reforma en favor de la transparencia, o por lo menos una discusión activa. La revisión de las agendas de los centros de pensamiento nacional muestra la falta de centralidad de la corrupción.
Por esa razón, a un año del estallido del Lava Jato peruano, el segundo rasgo de nuestro proceso es la falta de alternativa; contra los deseos de entonces, esa explosión no se ha transformado en un juicio resuelto contra el modelo de democracia sin cambios del ciclo 2001-2016. Al perderse el instante revolucionario que implicó las revelaciones de diciembre del año pasado, lo que se ha impuesto es un “que se vayan todos” en código pasivo.
Hemos pedido la oportunidad de una épica nacional anticorrupción. En cambio, las que relumbran son las guerras civiles entre “tu corrupción y la mía”. Esas guerras no han logrado alinear favor de algún bando a la opinión pública, la que se muestra mayoritariamente dispuesta a no creerle a nadie y a reclamar castigo para todos.
Entre los tres posibles desenlaces advertidos hace un año: el democrático-reformista que ataje la impunidad, sustituya al liderazgo y reforme las instituciones; el populista-penalista que sancione a medias a los responsables y que deje pasar la oportunidad de cambio; y el conservador-legalista que deje todo en manos de jueces y fiscales, a quienes luego responsabilizar; se ha impuesto el tercero, con un ligero cambio: la hostilidad ahora hacia la fiscalía y probablemente más adelante hacia los jueces.

No habría que descartar otros dos asuntos que atañen al proceso. El primero, que el sistema derrote este pequeño esfuerzo en favor de la transparencia pública, una tendencia que convive con los avances registrados cada cierto tiempo. La batalla por la colaboración eficaz es quizás la clave de la que depende el éxito o el fracaso de la lucha contra la corrupción, algo que en Brasil no estuvo en debate desde el inicio del Lava Jato. El segundo, la vigencia de los políticos y los partidos cuestionados; en eso sí Brasil nos enseña el camino; Lula, el más cuestionado de los líderes, encabeza las preferencias electorales.

Nueva palabra y política brutal

La República
La mitadmasuno
17 de noviembre de 2017
Juan De la Puente
Mark Thompson, actual presidente del New York Times y ex director de la BBC, ha publicado este año un vibrante trabajo que analiza los cambios en el lenguaje usado por la política (Sin palabras. ¿Qué ha pasado con el lenguaje de la política? Debate), como un resultado no necesariamente querido de la transformación de los vehículos que distribuyen las palabras, que ahora son transportadas con un alcance e inmediatez infinita, potenciadas por la asociación entre la imagen, al autor y la palabra misma.
Thompson no se detiene en el asombro y el halago de la revolución digital. Sostiene que estos cambios han reforzado la capacidad del lenguaje para avisar, asustar, explicar, engañar, enfurecer, inspirar y convencer, premunida de una realidad que hace que las personas crean que son protagonistas de lo público –no siempre los son o casi nunca lo son– a partir de su condición de receptoras y recreadoras de información, un ciclo donde a pesar del “está pasando ahora, lo está diciendo ahora, estoy respondiendo ahora, escúchame ahora y mírame ahora”, la palabra tiene menos poder esclarecedor.
Para Thompson, la nueva fuerza del lenguaje se encuentra en las nuevas formas y contenidos de las que son dotadas para el debate, para ser más fácilmente comprendidas mediante el uso de la parataxis (elementos gramaticales cortos que unen conceptos en pocas palabras) o de las palabras prolépticas (que presentan una situación imaginaria como una realidad actual). Esto no significa que le vaya bien a la política; al contrario, según el autor asistimos a la crisis en la relación entre políticos, medios y el público que es asaltada por fenómenos disruptivos hasta hace poco impensables (Trump o la victoria del Brexit, por ejemplo). No es una crisis del lenguaje, pero sí del lenguaje político.
El autor coloca en debate de la idea de la llamada “posverdad” como un hecho de lógica propia, advertido también por otro trabajo publicado este año, la de Jaqueline Fowks (Mecanismos de la posverdad. FCE) que pone énfasis en la existencia de verdades nuevas privadas de la posibilidad de ser contestadas, más que de verdades nuevas que reflejen fenómenos nuevos.
La crisis del lenguaje de la política no es pasajera. La idea de los políticos y partidos adheridos a las formas tradicionales de relación con los medios y con la sociedad, de que la etapa de los Trump pasará para volver a lo conocido, parece ser falsa, y en esa ingenuidad reside parte del deterioro de los grandes programas, líderes y partidos de lo que no está exenta la política en América Latina y el Perú. Estos cambios relativizan no solo la autonomía de los actores políticos, sino incrementa el papel de los medios de comunicación, los formadores de opinión, los influenciadores y transmisores de ideas.
La política extrema ya no es siempre una política “mala”; los políticos radicales, de malas formas, iconoclastas y furibundos no son necesariamente rechazados por la sociedad. Lo que ha pasado con letras mayúsculas con Trump se ve todos los días con letras minúsculas con los políticos peruanos. En una parte de ellos, late un pequeño Trump, en algunos más grandes que en otros.
Esta vocación por lo extremo se ha trasladado a los medios. En el caso peruano, la brutalización de la política ha motivado la brutalización de la prensa. De pronto, una parte importante de comunicadores consideran que deben ser brutales, irascibles, radicales en la forma y en el fondo, y profundamente antagónicos con algún sector del país.

Siguiendo la lógica de Thompson, no solo es la brutalización de la palabra; encierra la brutalización de los mensajes, que se sirve de los nuevos códigos del lenguaje para ganar adherentes y llevar a cabo una guerra. O varias guerras al mismo tiempo. La política peruana está atravesada por varias guerras, religiosas, políticas, raciales, partidarias, literarias, de género, que enfrentan a conservadores y aperturistas en un sinfín de argumentos, símbolos y palabras. Lo chocante y extremo está aquí y ha venido para quedarse. No hará que la política sea mejor, cierto, pero es lo que tenemos.

Defensa del presidencialismo

La República
La mitadmasuno
10 de noviembre de 2017
Juan De la Puente
América Latina es presidencialista. Si nos atenemos a los profesores Linz y Sartori, los países de esta región cumplen con los requisitos del sistema presidencial: 1) el presidente es el jefe de Estado y de Gobierno; 2) es elegido mediante el voto ciudadano y no por el Congreso; 3) tiene un período de gobierno conocido; 4) designa al gabinete; 4) el Congreso no puede destituirlo o tiene severas limitaciones para hacerlo.
La evolución de dos siglos ha terminado diseñando varios modelos, desde el presidencialismo puro hasta el moderado, aquél que introduce algunas formas básicas del parlamentarismo, que es nuestro caso. También habría que ser justos que casi todas las reformas del sistema de poderes en los últimos años han sido para fortalecer el papel del Congreso frente al Ejecutivo, aunque sobre la base de una mayor cooperación, a excepción de la reforma venezolana.
En ese contexto, el presidencialismo peruano, acaso el más moderado de la región, al borde del sistema mixto (voto de confianza, interpelación, censura, vacancia y débil bloque de leyes por parte del presidente), sufre en estos meses un duro embate parlamentario. No es el primero. Desde el año 2001, el Perú tuvo presidencias crecientemente precarias, una debilidad que sin embargo se relaciona más con el incumplimiento de ofertas electorales que con la mala vecindad con el Congreso.
Aun así, el Parlamento ha desplegado una ofensiva sin precedentes que en 16 años ha llevado a decenas de interpelaciones, varios retiros de ministros al borde de la censura, la salida de dos gabinetes por votación parlamentaria (Jara y Zavala), y dos gabinetes con investidura agónica luego de votaciones en ámbar que bien podrían ser consideradas de negación de confianza (Jara y Cornejo).
La presidencia peruana está en crisis. Desde el año pasado, esta crisis no se origina en el multipartidismo, es decir, la combinación entre la fragmentación y una presidencia minoritaria frente al Congreso, sino en un bipartidismo desigual entre una mayoría absoluta parlamentaria frente a un Ejecutivo disminuido social y políticamente.
En el último episodio, la comparecencia del presidente de la República a una comisión parlamentaria, se advierte el propósito de sujetar al Congreso a quien ejerce la jefatura del Estado y del Gobierno. El informe de la Comisión de Constitución sobre este punto es un peligroso precedente de ataque al presidente, ignorando la Constitución, al señalar que el Congreso puede investigar al presidente por casos distintos a los señalados en el texto fundamental; que el presidente está obligado a comparecer ante el Congreso despojado de su condición inviolable señalada en la Constitución; que el Congreso puede establecer de modo simple la comisión de infracciones constitucionales por parte del presidente; y que, por lo tanto, la vacancia presidencial es una figura ordinaria del sistema político.
Es probable que la presidencia no sea la mejor de las instituciones peruanas y que su ejercicio a lo largo de la historia haya dejado mucho que desear. A pesar de ello, es la institución más sólida de la república luego de la cual, si se debilitara profundamente o si quedara cautiva a merced del Congreso como se intuye por los últimos movimientos del Legislativo, quedan el desorden y la disgregación. No se necesita precisar ahora por falta de espacio el desenlace que tuvieron las etapas de las presidencias peruanas debilitadas en extremo y sometidas al Congreso.

En un periodo en que, a pesar de las proclamas, el Legislativo no es el primer poder del Estado, el país no solo necesita el equilibrio de poderes, sino que este equilibrio sea sano y que se encuentre acompañado de la cooperación de los poderes. Nuestro sistema, como el de la mayoría de presidencialismos de la región, no está diseñado para una confrontación extrema sino para la tensión y colaboración razonables, porque el exceso de confrontación erosiona finalmente a todos, incluidos los dos adversarios. Esta es la presidencia que tenemos y debe ser defendida. Su defensa lo es del sistema, incluso de quienes ahora la atacan.