La República
La mitadmasuno
24 de noviembre de 2017
Juan De la Puente
La lucha contra la corrupción ha entregado
resultados en las últimas semanas. La información y las diligencias recientes
representan un pequeño impulso del sistema de justicia hacia arriba y hacia
adelante, suficientes para transformar el Lava Jato peruano en un proceso
contra la clase política nacional, el resultado más significativo que emerge
del balance del primer aniversario del estallido de la corrupción brasileña en
el Perú.
Este rasgo del proceso es igual al registrado en
Brasil, aunque otras similitudes escasean. El curso que ha tomado el proceso
peruano indica la fortaleza del sistema para evitar grietas en sus muros de
contención y, al mismo tiempo, soslayar los cambios. Increíble giro para una
corrupción subsidiaria, considerando que el volumen de las denuncias hacía
suponer procesos menos controversiales, pero con mayor efecto político. Al
revés, lo que tenemos son menos consecuencias y más impugnación de las
decisiones judiciales.
A estas alturas, Brasil es quizás un espejismo. A
diferencia de nuestros vecinos, aquí no se ha producido un pacto de impunidad
entre los políticos, sino que cada sector de la elite gobernante ha cavado su
propia trinchera que opera con sus propias reglas, la más importante de las
cuales es la denuncia y acción solo contra los adversarios, en tanto se protege
a los partidarios. En el tablero general escasean los actores públicos que
apoyan resueltamente la acción de la justicia. Como consecuencia, el Perú
carece de una movilización social contra la corrupción, una ausencia que deja
literalmente aislados a la Fiscalía y al Poder Judicial.
Desde que estalló la crisis no hemos visto a la
sociedad civil en acción, de modo que, a diferencia de Brasil, no hubo aquí una
transición anticorrupción. Modestamente, solo se aprecia un vacío institucional
y social, un cuadro poco dinámico que evidencia la ausencia de liderazgo y de
las grandes ideas para la reforma en favor de la transparencia, o por lo menos
una discusión activa. La revisión de las agendas de los centros de pensamiento
nacional muestra la falta de centralidad de la corrupción.
Por esa razón, a un año del estallido del Lava
Jato peruano, el segundo rasgo de nuestro proceso es la falta de alternativa;
contra los deseos de entonces, esa explosión no se ha transformado en un juicio
resuelto contra el modelo de democracia sin cambios del ciclo 2001-2016. Al
perderse el instante revolucionario que implicó las revelaciones de diciembre
del año pasado, lo que se ha impuesto es un “que se vayan todos” en código
pasivo.
Hemos pedido la oportunidad de una épica nacional
anticorrupción. En cambio, las que relumbran son las guerras civiles entre “tu
corrupción y la mía”. Esas guerras no han logrado alinear favor de algún bando
a la opinión pública, la que se muestra mayoritariamente dispuesta a no creerle
a nadie y a reclamar castigo para todos.
Entre los tres posibles desenlaces advertidos
hace un año: el democrático-reformista que ataje la impunidad, sustituya al
liderazgo y reforme las instituciones; el populista-penalista que sancione a
medias a los responsables y que deje pasar la oportunidad de cambio; y el
conservador-legalista que deje todo en manos de jueces y fiscales, a quienes
luego responsabilizar; se ha impuesto el tercero, con un ligero cambio: la
hostilidad ahora hacia la fiscalía y probablemente más adelante hacia los
jueces.
No habría que descartar otros dos asuntos que
atañen al proceso. El primero, que el sistema derrote este pequeño esfuerzo en
favor de la transparencia pública, una tendencia que convive con los avances
registrados cada cierto tiempo. La batalla por la colaboración eficaz es quizás
la clave de la que depende el éxito o el fracaso de la lucha contra la
corrupción, algo que en Brasil no estuvo en debate desde el inicio del Lava
Jato. El segundo, la vigencia de los políticos y los partidos cuestionados; en
eso sí Brasil nos enseña el camino; Lula, el más cuestionado de los líderes,
encabeza las preferencias electorales.