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sábado, 16 de diciembre de 2017

Nueva palabra y política brutal

La República
La mitadmasuno
17 de noviembre de 2017
Juan De la Puente
Mark Thompson, actual presidente del New York Times y ex director de la BBC, ha publicado este año un vibrante trabajo que analiza los cambios en el lenguaje usado por la política (Sin palabras. ¿Qué ha pasado con el lenguaje de la política? Debate), como un resultado no necesariamente querido de la transformación de los vehículos que distribuyen las palabras, que ahora son transportadas con un alcance e inmediatez infinita, potenciadas por la asociación entre la imagen, al autor y la palabra misma.
Thompson no se detiene en el asombro y el halago de la revolución digital. Sostiene que estos cambios han reforzado la capacidad del lenguaje para avisar, asustar, explicar, engañar, enfurecer, inspirar y convencer, premunida de una realidad que hace que las personas crean que son protagonistas de lo público –no siempre los son o casi nunca lo son– a partir de su condición de receptoras y recreadoras de información, un ciclo donde a pesar del “está pasando ahora, lo está diciendo ahora, estoy respondiendo ahora, escúchame ahora y mírame ahora”, la palabra tiene menos poder esclarecedor.
Para Thompson, la nueva fuerza del lenguaje se encuentra en las nuevas formas y contenidos de las que son dotadas para el debate, para ser más fácilmente comprendidas mediante el uso de la parataxis (elementos gramaticales cortos que unen conceptos en pocas palabras) o de las palabras prolépticas (que presentan una situación imaginaria como una realidad actual). Esto no significa que le vaya bien a la política; al contrario, según el autor asistimos a la crisis en la relación entre políticos, medios y el público que es asaltada por fenómenos disruptivos hasta hace poco impensables (Trump o la victoria del Brexit, por ejemplo). No es una crisis del lenguaje, pero sí del lenguaje político.
El autor coloca en debate de la idea de la llamada “posverdad” como un hecho de lógica propia, advertido también por otro trabajo publicado este año, la de Jaqueline Fowks (Mecanismos de la posverdad. FCE) que pone énfasis en la existencia de verdades nuevas privadas de la posibilidad de ser contestadas, más que de verdades nuevas que reflejen fenómenos nuevos.
La crisis del lenguaje de la política no es pasajera. La idea de los políticos y partidos adheridos a las formas tradicionales de relación con los medios y con la sociedad, de que la etapa de los Trump pasará para volver a lo conocido, parece ser falsa, y en esa ingenuidad reside parte del deterioro de los grandes programas, líderes y partidos de lo que no está exenta la política en América Latina y el Perú. Estos cambios relativizan no solo la autonomía de los actores políticos, sino incrementa el papel de los medios de comunicación, los formadores de opinión, los influenciadores y transmisores de ideas.
La política extrema ya no es siempre una política “mala”; los políticos radicales, de malas formas, iconoclastas y furibundos no son necesariamente rechazados por la sociedad. Lo que ha pasado con letras mayúsculas con Trump se ve todos los días con letras minúsculas con los políticos peruanos. En una parte de ellos, late un pequeño Trump, en algunos más grandes que en otros.
Esta vocación por lo extremo se ha trasladado a los medios. En el caso peruano, la brutalización de la política ha motivado la brutalización de la prensa. De pronto, una parte importante de comunicadores consideran que deben ser brutales, irascibles, radicales en la forma y en el fondo, y profundamente antagónicos con algún sector del país.

Siguiendo la lógica de Thompson, no solo es la brutalización de la palabra; encierra la brutalización de los mensajes, que se sirve de los nuevos códigos del lenguaje para ganar adherentes y llevar a cabo una guerra. O varias guerras al mismo tiempo. La política peruana está atravesada por varias guerras, religiosas, políticas, raciales, partidarias, literarias, de género, que enfrentan a conservadores y aperturistas en un sinfín de argumentos, símbolos y palabras. Lo chocante y extremo está aquí y ha venido para quedarse. No hará que la política sea mejor, cierto, pero es lo que tenemos.

domingo, 29 de enero de 2017

Una jueza contra Trump. El sistema de EEUU ha funcionado y rápido.

Por Juan De la Puente
La jueza federal Ann M. Donnelly, del Tribunal del Distrito Federal de Brooklyn (Nueva York), bloqueó casi de inmediato una parte del veto de entrada a ciudadanos de siete países de mayoría musulmana impuesto por el presidente Donald Trump.
Foto del Brooklyn Daily Eagle 
El caso
Según la jueza,  los refugiados u otras personas afectadas por la medida y que han llegado a aeropuertos estadounidenses no pueden ser deportados. De ese modo respondió a un recurso de emergencia presentada por la Unión para las Libertades Civiles en América (ACLU) en favor de las decenas de personas (entre 150 y 200) detenidas a su llegada a los aeropuertos de EEUU desde que Trump firmara la orden.
La jueza no dijo que los afectados pueden permanecer en el país ni se pronunció sobre la constitucionalidad de la medida. Con prudencia solo señaló que el envío de esas personas a su países podría causar un “daño irreparable” a sus derechos, y fijó una audiencia para el 21 de febrero para volver a abordar este caso que pasa a llamarse Darweesh y otros vs. Trump.
Ann M. Donnelly es una jueza federal designada por el ex Presidente Obama luego de una carrera legendaria. En EEUU, un juez federal es designado por el Presidente, el mismo que no nombra a los jueces del Tribunal Supremo sino también a los 94 jueces de las cortes de distrito y a los de las 13 cortes de apelación.
 
La orden ejecutiva de Trump
La jueza ha fallado contra una orden ejecutiva de Trump que prohíbe la entrada al país de ciudadanos de siete países de mayoría musulmana con el supuesto objetivo de luchar contra el terrorismo. De esa orden ha sido excluida Arabia Saudita; los críticos de Trump se extrañan de esa excepción y aducen que se debe a que el Presidente tiene allí inversiones. Una orden ejecutiva sería en el Perú un decreto ley y no un decreto legislativo (con facultades delegadas) o un decreto de urgencia (materia económica y financiera), y su rango es posible gracias al presidencialismo fuerte vigente en EEUU.
La batalla será larga; la orden ejecutiva de Trump en esa parte y en el todo puede ser contestada por la justicia y deberá ser también analizada por el Congreso que, por tradición, no se enfrenta a las órdenes ejecutivas de un presidente pero puede aprobar una ley que las deja sin efecto. De hecho, un presidente si puede derogar una orden ejecutiva de otro presidente pero no puede derogar una ley del Congreso vía una orden ejecutiva.
En su primera semana, Trump ha abusado tanto del número como de los contenidos de las leyes ejecutivas que en la doctrina constitucional de EEUU son conocidas como “leyes suaves”. Ha emitido 13 en un semana. Roosevelt emitió 3,721 en sus tres mandatos y Obama 276.
La historia
Lo que ha hecho la jueza es ejercer el judicial review, una potestad y garantía de larga data. El judicial review tiene factura inglesa –y no norteamericana como se afirma generalmente- y se origina en la doctrina del juez inglés Edward Coke quien en 1610, acogiendo una demanda del médico Thomas Bonham, falló declarando nula la ley que le confería al Real Colegio Médico la facultad de autorizar el ejercicio de la medicina, subrayando la supremacía de la common law sobre la voluntad del rey.
Fue propuesto luego por Alexander Hamilton, uno de los padres de la Constitución de Estados Unidos -El Federalista, Artículo LXXVIII-  como el derecho de los tribunales a declarar nulos los actos de la legislatura con fundamento en que son contrarios a la Constitución. (Hamilton; 1974).
Si bien la Constitución de EE.UU no lo recogió de manera precisa en su texto, sí aprobó la cláusula de la supremacía (artículo 6°), por la cual los jueces están obligados a observar las disposiciones contrarias a la Constitución y a las leyes.
En ambos argumentos –uno de derecho y otro doctrinario- se basó en 1803 John Marshall, juez del Tribunal Supremo cuando denegó (caso Marbury vs. Madison) la solicitud de William Marbury para que James Madison, secretario del Presidente Thomas Jefferson, le entregara sus credenciales de juez, función para la que había sido designado en virtud de leyes aprobadas en la agonía del gobierno anterior. El juez Marshall denegó la solicitud de Marbury pese a que fue nombrado juez por una ley, considerando que una ley contraria a la Constitución no constituye derecho. Para Marshall los jueces tienen derecho a controlar la constitucionalidad de las leyes cuando éstas provienen de legislaturas repugnantes.
En el Perú
En  nuestro, caso, el judicial review evoluciona por la vía del control difuso, o si se quiere con más propiedad, el sistema difuso, consagrado en el artículo 138° de la Constitución. Esta mención es una reproducción del artículo 236° de la Constitución de 1979 y su propósito es fijar la supremacía de la Constitución sobre cualquier otra norma legal, en concordancia con el artículo 51° de la carta vigente.
No obstante, al estar incorporado en el capítulo referido al Poder Judicial, y al nombrar expresamente a los jueces, es una prerrogativa inicial para estos, pero termina siendo una garantía de la administración de justicia en su conjunto, de los administrados y del operador judicial que por excelencia es el juez.
Al procedimiento mediante el cual un juez prefiere la Constitución a una norma de inferior jerarquía se ha denominado control difuso de la Constitución. No es una actividad exclusiva y personal del juez sino que refiere en su conjunto al control judicial de la constitucionalidad de la ley que convierte a todo juez en el contralor principal de la legalidad constitucional. De hecho, el control difuso se incorpora también como mecanismo en el Código Civil y en la Ley Orgánica del Poder Judicial (Bernales; 1997).
El control difuso coexiste en la legislación peruana con el control concentrado a cargo del Tribunal Constitucional (TC) cuyas decisiones son erga omnes, es decir para todos los casos (artículos 201° y siguientes de la Constitución).
El TC ha tenido una conducta intermitente respecto del sistema difuso. Tempranamente (1999) puso límites al control difuso en sede judicial, señalando: 1) que es un poder-deber del juez; 2) que es de última ratio y por lo tanto excepcional; 3) que tiene por objeto la impugnación de un acto que constituya la aplicación de la norma considerada inconstitucional; y 4) que la norma a inaplicarse debe tener relación directa al caso (Exp. 0145-99-AA-TC).
Años después dispuso otras condiciones, que la norma a inaplicarse tenga una relación directa, principal e indisoluble con el caso, retirando su condición de ultima ratio (Exp. 1124-2001-AA/TC).
Posteriormente, el año 2006 dicta un precedente vinculante referido al control difuso en sede administrativa donde se dispone: (1) que el examen de constitucionalidad debe ser relevante para resolver la controversia planteada dentro de un proceso administrativo; y  (2) que la ley cuestionada no sea posible de ser interpretada de conformidad con la Constitución (Exp. Nº 03741-2004-AA/TC).
El año 2012, el TC se decanta por la restricción, prohibiendo a los tribunales administrativos realizar el control difuso con un argumento para el debate: si el Poder Ejecutivo controla la constitucionalidad de las normas emitidas por el Poder Legislativo se afecta el principio de división de poderes (Exp. 04293-2012-PA/TC).
El Código Procesal Constitucional dispone en su artículo V que la preeminencia de la norma constitucional se llevará a cabo siempre que ello sea relevante para resolver el caso y si no es posible obtener una interpretación conforma a la Constitución. Luego, el artículo VI dispone que los jueces no puedan inaplicar una norma cuya constitucionalidad haya sido ratificada por el TC en un proceso de inconstitucionalidad o por el PJ en un proceso de acción popular.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Trump, más peligroso hoy que ayer

Por Juan De la Puente
Cuando en las elecciones de noviembre del año 1932, Hitler perdió 2 millones de votos y pasó de 230 a 196 escaños en el Reichstag, el gurú de moda en Europa, el inglés Harold Laski, proclamó que el nazismo ya era una fuerza agotada y que Hitler pasaría sus días en la terraza de un bar bávaro rememorando cómo había estado a punto de gobernar Alemania. Dos meses después Hitler era nombrado canciller por el anciano Presidente Hindenburg luego de haber conspirado eficazmente para dividir las filas de los conservadores no nazis.
La mayoría de análisis posteriores al ascenso de Hitler al poder cambiaron después de su nombramiento como canciller. El problema de Alemania ya no era Hitler y sus camisas pardas sino lo “otro” y los “otros”. Y así se elaboró un lista de fatalidades de Alemania que en lugar de explicar a Hitler lo justificaban: el Tratado de Versalles, la Gran Depresión del 29, la pérdida de las colonias, el desempleo, los comunistas, los sindicatos, los socialdemócratas, y especialmente la República de Weimar su constitución liberal, atacada supuestamente por expresar lo viejo de la política. Y claro, y los judíos, muy parecidos en el lenguaje xenófobo actual a los latinos en EEUU.
No me encuentro entre los que “ya sabían” que Donald Trump ganaría las elecciones de EEUU. Creía que la batalla por las libertades en ese país no tendría ese final. Trump siempre me pareció un fascista del Siglo XXI que manipulaba –ahora veo eficazmente- las emociones de una nación susceptible a la retórica del destino manifiesto y la filosofía conservadora respecto del resto del mundo y de sus vecinos.
Ahora parece que es más peligroso que ayer. Por eso tampoco estoy entre los que empiezan a bucear para encontrar razones para el triunfo de Trump que no sea Trump, es decir, la lista consabida: que Hillary Clinton es odiada, que los latinos se orinan en las calles y se roban los empleos de los norteamericanos, o que EEUU se ha blindado frente al terrorismo islamista.
No se puede explicar el triunfo de Trump sin Trump. Las explicaciones indirectas que se hacen directas para evitar señalar el sentido político de un acto fatal, ya fue ensayado en los años treinta en Alemania para justificar el auge del fascismo. Desde esa explicación Trump es menos Trump.
Creo en cambio que lo que ha sucedido en EEUU es la victoria del ala populista y peligrosamente nacionalista de una nación conservadora. Hace 12 años, Jhon Micklethwait y Adrian Wolddridge, ambos periodistas de The Economist, publicaron un texto revelador de ese conservadurismo en progreso (The Right Nation, Penguin Press 2004). En el texto se daba cuanta que el 41% de los norteamericanos se consideraba conservador frente al 19% que se consideraba liberal. Los autores ya hablaban hace 12 años de una revolución conservadora en curso que ha operado desde el fin de la segunda guerra mundial. Esa revolución parece haber madurado este año.
Tenemos una idea extremadamente idealizada del desarrollo de EEUU el punto en que negamos su alta tasa de desigualdad si la comparamos con la media europea, de lo que es un ejemplo su sistema de salud que tiene problemas para universalizarse, como sí lo hizo Europa hace 30 años o más. Es además un país históricamente armado, que cuenta con más de 2 millones de presos, el más alto índice de encarcelación del mundo, con 756 personas por cada 100,000 habitantes; que no suscribe tratados; que practica la pena de muerte en varios de sus estados; y que usa la fuerza para resolver sus conflictos.
Esta nación conservadora es combatida desde el liberalismo casa por casa y en ese camino las alertas sobre Trump no han sido escasas. En esa ruta el sistema no solo produjo a Obama hace 8 años y a Clinton sino a Bernie Sanders –el más nítido anti Trump- que con su retórica social liberal firme conquistó 13 millones de votos en las primarias demócratas y más de 1,800 delegados en la Convención Demócrata.
No fue suficiente. La campaña contra Trump no pudo impactar en las brechas sociales, raciales y territoriales de EEUU. La encuesta a boca de urna realizada por Edison Research para varios medios norteamericanos revela que menos negros que el año 2012 votaron ahora por los demócratas, y que más negros, latinos y asiáticos votaron por los republicanos esta vez. En el caso del voto latino mientras el 2012 el 71% votó por Obama el 65% votó ahora por Clinton, y del mismo modo,  más jóvenes y pobres votaron por los demócratas hace 4 años que ahora.
Si hay que culpar a alguien del triunfo de Trump no es a los que se enfrentaron a él sino a los que no lo combatieron, especialmente a su propio partido, el Republicano, que ha aceptado la sustitución histórica de la derecha por una ideología violenta ultraderechista, misógina, aislacionista, guerrerista y nacionalista.
Trump no es Hitler porque EEUU no es Alemania, 2016 no es lo mismo que 1933, ni la democracia de este siglo tiene los estándares de hace 80 años. Pero no lo subestimemos; un presidente no democrático no puede hacer un gobierno democrático y aun si lo lograra no se descarta grandes estropicios.