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domingo, 29 de enero de 2017

Una jueza contra Trump. El sistema de EEUU ha funcionado y rápido.

Por Juan De la Puente
La jueza federal Ann M. Donnelly, del Tribunal del Distrito Federal de Brooklyn (Nueva York), bloqueó casi de inmediato una parte del veto de entrada a ciudadanos de siete países de mayoría musulmana impuesto por el presidente Donald Trump.
Foto del Brooklyn Daily Eagle 
El caso
Según la jueza,  los refugiados u otras personas afectadas por la medida y que han llegado a aeropuertos estadounidenses no pueden ser deportados. De ese modo respondió a un recurso de emergencia presentada por la Unión para las Libertades Civiles en América (ACLU) en favor de las decenas de personas (entre 150 y 200) detenidas a su llegada a los aeropuertos de EEUU desde que Trump firmara la orden.
La jueza no dijo que los afectados pueden permanecer en el país ni se pronunció sobre la constitucionalidad de la medida. Con prudencia solo señaló que el envío de esas personas a su países podría causar un “daño irreparable” a sus derechos, y fijó una audiencia para el 21 de febrero para volver a abordar este caso que pasa a llamarse Darweesh y otros vs. Trump.
Ann M. Donnelly es una jueza federal designada por el ex Presidente Obama luego de una carrera legendaria. En EEUU, un juez federal es designado por el Presidente, el mismo que no nombra a los jueces del Tribunal Supremo sino también a los 94 jueces de las cortes de distrito y a los de las 13 cortes de apelación.
 
La orden ejecutiva de Trump
La jueza ha fallado contra una orden ejecutiva de Trump que prohíbe la entrada al país de ciudadanos de siete países de mayoría musulmana con el supuesto objetivo de luchar contra el terrorismo. De esa orden ha sido excluida Arabia Saudita; los críticos de Trump se extrañan de esa excepción y aducen que se debe a que el Presidente tiene allí inversiones. Una orden ejecutiva sería en el Perú un decreto ley y no un decreto legislativo (con facultades delegadas) o un decreto de urgencia (materia económica y financiera), y su rango es posible gracias al presidencialismo fuerte vigente en EEUU.
La batalla será larga; la orden ejecutiva de Trump en esa parte y en el todo puede ser contestada por la justicia y deberá ser también analizada por el Congreso que, por tradición, no se enfrenta a las órdenes ejecutivas de un presidente pero puede aprobar una ley que las deja sin efecto. De hecho, un presidente si puede derogar una orden ejecutiva de otro presidente pero no puede derogar una ley del Congreso vía una orden ejecutiva.
En su primera semana, Trump ha abusado tanto del número como de los contenidos de las leyes ejecutivas que en la doctrina constitucional de EEUU son conocidas como “leyes suaves”. Ha emitido 13 en un semana. Roosevelt emitió 3,721 en sus tres mandatos y Obama 276.
La historia
Lo que ha hecho la jueza es ejercer el judicial review, una potestad y garantía de larga data. El judicial review tiene factura inglesa –y no norteamericana como se afirma generalmente- y se origina en la doctrina del juez inglés Edward Coke quien en 1610, acogiendo una demanda del médico Thomas Bonham, falló declarando nula la ley que le confería al Real Colegio Médico la facultad de autorizar el ejercicio de la medicina, subrayando la supremacía de la common law sobre la voluntad del rey.
Fue propuesto luego por Alexander Hamilton, uno de los padres de la Constitución de Estados Unidos -El Federalista, Artículo LXXVIII-  como el derecho de los tribunales a declarar nulos los actos de la legislatura con fundamento en que son contrarios a la Constitución. (Hamilton; 1974).
Si bien la Constitución de EE.UU no lo recogió de manera precisa en su texto, sí aprobó la cláusula de la supremacía (artículo 6°), por la cual los jueces están obligados a observar las disposiciones contrarias a la Constitución y a las leyes.
En ambos argumentos –uno de derecho y otro doctrinario- se basó en 1803 John Marshall, juez del Tribunal Supremo cuando denegó (caso Marbury vs. Madison) la solicitud de William Marbury para que James Madison, secretario del Presidente Thomas Jefferson, le entregara sus credenciales de juez, función para la que había sido designado en virtud de leyes aprobadas en la agonía del gobierno anterior. El juez Marshall denegó la solicitud de Marbury pese a que fue nombrado juez por una ley, considerando que una ley contraria a la Constitución no constituye derecho. Para Marshall los jueces tienen derecho a controlar la constitucionalidad de las leyes cuando éstas provienen de legislaturas repugnantes.
En el Perú
En  nuestro, caso, el judicial review evoluciona por la vía del control difuso, o si se quiere con más propiedad, el sistema difuso, consagrado en el artículo 138° de la Constitución. Esta mención es una reproducción del artículo 236° de la Constitución de 1979 y su propósito es fijar la supremacía de la Constitución sobre cualquier otra norma legal, en concordancia con el artículo 51° de la carta vigente.
No obstante, al estar incorporado en el capítulo referido al Poder Judicial, y al nombrar expresamente a los jueces, es una prerrogativa inicial para estos, pero termina siendo una garantía de la administración de justicia en su conjunto, de los administrados y del operador judicial que por excelencia es el juez.
Al procedimiento mediante el cual un juez prefiere la Constitución a una norma de inferior jerarquía se ha denominado control difuso de la Constitución. No es una actividad exclusiva y personal del juez sino que refiere en su conjunto al control judicial de la constitucionalidad de la ley que convierte a todo juez en el contralor principal de la legalidad constitucional. De hecho, el control difuso se incorpora también como mecanismo en el Código Civil y en la Ley Orgánica del Poder Judicial (Bernales; 1997).
El control difuso coexiste en la legislación peruana con el control concentrado a cargo del Tribunal Constitucional (TC) cuyas decisiones son erga omnes, es decir para todos los casos (artículos 201° y siguientes de la Constitución).
El TC ha tenido una conducta intermitente respecto del sistema difuso. Tempranamente (1999) puso límites al control difuso en sede judicial, señalando: 1) que es un poder-deber del juez; 2) que es de última ratio y por lo tanto excepcional; 3) que tiene por objeto la impugnación de un acto que constituya la aplicación de la norma considerada inconstitucional; y 4) que la norma a inaplicarse debe tener relación directa al caso (Exp. 0145-99-AA-TC).
Años después dispuso otras condiciones, que la norma a inaplicarse tenga una relación directa, principal e indisoluble con el caso, retirando su condición de ultima ratio (Exp. 1124-2001-AA/TC).
Posteriormente, el año 2006 dicta un precedente vinculante referido al control difuso en sede administrativa donde se dispone: (1) que el examen de constitucionalidad debe ser relevante para resolver la controversia planteada dentro de un proceso administrativo; y  (2) que la ley cuestionada no sea posible de ser interpretada de conformidad con la Constitución (Exp. Nº 03741-2004-AA/TC).
El año 2012, el TC se decanta por la restricción, prohibiendo a los tribunales administrativos realizar el control difuso con un argumento para el debate: si el Poder Ejecutivo controla la constitucionalidad de las normas emitidas por el Poder Legislativo se afecta el principio de división de poderes (Exp. 04293-2012-PA/TC).
El Código Procesal Constitucional dispone en su artículo V que la preeminencia de la norma constitucional se llevará a cabo siempre que ello sea relevante para resolver el caso y si no es posible obtener una interpretación conforma a la Constitución. Luego, el artículo VI dispone que los jueces no puedan inaplicar una norma cuya constitucionalidad haya sido ratificada por el TC en un proceso de inconstitucionalidad o por el PJ en un proceso de acción popular.

lunes, 14 de noviembre de 2016

Trump y la Caperucita Roja

http://larepublica.pe/impresa/opinion/820422-trump-y-la-caperucita-roja
La República
La mitadmasuno
11 de noviembre de 2016
Juan De la Puente
El triunfo de Donald Trump ha provocado más confusiones en las filas democráticas que en la extrema derecha de A. Latina, que ha recibido al ganador como lo que siempre fue, uno de los suyos. En el liberalismo y en la izquierda se intentan buscar razones para el triunfo de Trump, obviando a Trump. De pronto, son menos responsables él y sus votantes –esa idea de adular a los electores que Alemania reparó solo 50 años después de la caída del nazismo– y más los migrantes que se orinan en las calles de EEUU, su elite política y el gobierno de Obama, reconocido una semana por encima del promedio.
La discusión se parece situar entre las ideas de Trump y el Gobierno de Trump. Una decena de artículos publicados estos días en tono de ruego pronostican que el candidato ultra abandonará de pronto su discurso violento y excluyente contra la otra mitad de su país y contra A. Latina, y se convertirá a la democracia. No niego esa posibilidad, pero no puede hacerse un borrón del impacto que tendrá en la región su victoria. Esos efectos están en camino.
El primero. Más allá de las ideologías, su victoria legitima un movimiento populista y antiglobalizador expuesto claramente en un tono regresivo. Mientras Caperucita Roja le pregunta al Lobo Feroz porque tiene las manos tan grandes, olvida que Trump ha negado los principales hechos de la globalización: el primero, el cambio climático; el segundo, la universalización de TODOS los derechos y libertades; el tercero, la migración; y el cuarto, la disolución de las fronteras para el comercio internacional.
Segundo. Esto sí en el territorio de las ideas, la acción política antinorteamericana recibe un impulso decisivo aunque su programa será innovado con nuevas demandas, contra el muro mexicano, la deportación u hostigamiento de migrantes latinos, la extensión de la pena de muerte y la negación del cambio climático. Trump es una ofrenda al progresismo de la región y un presente griego a los grupos políticos de derecha a los que les iba tan bien luego de la caída de Dilma Rousseff, la derrota del kirchnerismo y el desastre madurista.
Es conveniente decir que este efecto será matizado; más que volcar a la región hacia un nuevo antimperialismo, que será obviamente el más vigente desde la invasión a Panamá en 1989, partirá A. Latina entre seguidores y detractores. Su discurso lo estaban esperando millones de latinoamericanos. El populismo tiene varias caras.
Esto nos lleva al tercer efecto. El trumpismo no será rechazado por todos. Al contrario, brotarán pequeños trumpistas en A. Latina. Son los otros indignados y no me refiero a los partidarios de siempre de la extrema derecha sino al impacto social de su discurso. En cada corazón de la derecha de la región hay un pequeño Trump que se agita y que ahora puede salir del clóset, dividiendo incluso las filas conservadoras. Preparémonos, porque aparecerán figuras hilarantes y surrealistas, pero serán. Si el populismo de izquierda pudo parir a Chávez, Maduro y Cristina Kirchner ¿por qué Trump no podrá alumbrar personajes curiosos que ganen adeptos?
La ultraderecha regional no había tenido una figura descollante desde los años 70 porque ni Reagan asumió el discurso del tono de Trump. Su última bandera fue Pinochet. La derecha peruana, por ejemplo, ya se ubica en modo Trump. Me quito el sombrero por la audacia. Ahora resulta que es correcto el triunfo de un outsider, antisistema y anti élite; claro que en las últimas elecciones peruanas, ese mismo sector político demonizó a los candidatos outsider, antisistema y contrarios a la élite.
En todos los países del mundo, los políticos hacen campaña en verso y gobiernan en prosa y no existe uno –incluso más en EEUU y aún más en EEUU– que cumpla sus promesas por el esquema de pesos, contrapesos y vetos entre los poderes. Pero no se puede desconocer en nombre de lo políticamente correcto que millones de votantes en EEUU han creído y empoderado el mensaje de Trump.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Trump, más peligroso hoy que ayer

Por Juan De la Puente
Cuando en las elecciones de noviembre del año 1932, Hitler perdió 2 millones de votos y pasó de 230 a 196 escaños en el Reichstag, el gurú de moda en Europa, el inglés Harold Laski, proclamó que el nazismo ya era una fuerza agotada y que Hitler pasaría sus días en la terraza de un bar bávaro rememorando cómo había estado a punto de gobernar Alemania. Dos meses después Hitler era nombrado canciller por el anciano Presidente Hindenburg luego de haber conspirado eficazmente para dividir las filas de los conservadores no nazis.
La mayoría de análisis posteriores al ascenso de Hitler al poder cambiaron después de su nombramiento como canciller. El problema de Alemania ya no era Hitler y sus camisas pardas sino lo “otro” y los “otros”. Y así se elaboró un lista de fatalidades de Alemania que en lugar de explicar a Hitler lo justificaban: el Tratado de Versalles, la Gran Depresión del 29, la pérdida de las colonias, el desempleo, los comunistas, los sindicatos, los socialdemócratas, y especialmente la República de Weimar su constitución liberal, atacada supuestamente por expresar lo viejo de la política. Y claro, y los judíos, muy parecidos en el lenguaje xenófobo actual a los latinos en EEUU.
No me encuentro entre los que “ya sabían” que Donald Trump ganaría las elecciones de EEUU. Creía que la batalla por las libertades en ese país no tendría ese final. Trump siempre me pareció un fascista del Siglo XXI que manipulaba –ahora veo eficazmente- las emociones de una nación susceptible a la retórica del destino manifiesto y la filosofía conservadora respecto del resto del mundo y de sus vecinos.
Ahora parece que es más peligroso que ayer. Por eso tampoco estoy entre los que empiezan a bucear para encontrar razones para el triunfo de Trump que no sea Trump, es decir, la lista consabida: que Hillary Clinton es odiada, que los latinos se orinan en las calles y se roban los empleos de los norteamericanos, o que EEUU se ha blindado frente al terrorismo islamista.
No se puede explicar el triunfo de Trump sin Trump. Las explicaciones indirectas que se hacen directas para evitar señalar el sentido político de un acto fatal, ya fue ensayado en los años treinta en Alemania para justificar el auge del fascismo. Desde esa explicación Trump es menos Trump.
Creo en cambio que lo que ha sucedido en EEUU es la victoria del ala populista y peligrosamente nacionalista de una nación conservadora. Hace 12 años, Jhon Micklethwait y Adrian Wolddridge, ambos periodistas de The Economist, publicaron un texto revelador de ese conservadurismo en progreso (The Right Nation, Penguin Press 2004). En el texto se daba cuanta que el 41% de los norteamericanos se consideraba conservador frente al 19% que se consideraba liberal. Los autores ya hablaban hace 12 años de una revolución conservadora en curso que ha operado desde el fin de la segunda guerra mundial. Esa revolución parece haber madurado este año.
Tenemos una idea extremadamente idealizada del desarrollo de EEUU el punto en que negamos su alta tasa de desigualdad si la comparamos con la media europea, de lo que es un ejemplo su sistema de salud que tiene problemas para universalizarse, como sí lo hizo Europa hace 30 años o más. Es además un país históricamente armado, que cuenta con más de 2 millones de presos, el más alto índice de encarcelación del mundo, con 756 personas por cada 100,000 habitantes; que no suscribe tratados; que practica la pena de muerte en varios de sus estados; y que usa la fuerza para resolver sus conflictos.
Esta nación conservadora es combatida desde el liberalismo casa por casa y en ese camino las alertas sobre Trump no han sido escasas. En esa ruta el sistema no solo produjo a Obama hace 8 años y a Clinton sino a Bernie Sanders –el más nítido anti Trump- que con su retórica social liberal firme conquistó 13 millones de votos en las primarias demócratas y más de 1,800 delegados en la Convención Demócrata.
No fue suficiente. La campaña contra Trump no pudo impactar en las brechas sociales, raciales y territoriales de EEUU. La encuesta a boca de urna realizada por Edison Research para varios medios norteamericanos revela que menos negros que el año 2012 votaron ahora por los demócratas, y que más negros, latinos y asiáticos votaron por los republicanos esta vez. En el caso del voto latino mientras el 2012 el 71% votó por Obama el 65% votó ahora por Clinton, y del mismo modo,  más jóvenes y pobres votaron por los demócratas hace 4 años que ahora.
Si hay que culpar a alguien del triunfo de Trump no es a los que se enfrentaron a él sino a los que no lo combatieron, especialmente a su propio partido, el Republicano, que ha aceptado la sustitución histórica de la derecha por una ideología violenta ultraderechista, misógina, aislacionista, guerrerista y nacionalista.
Trump no es Hitler porque EEUU no es Alemania, 2016 no es lo mismo que 1933, ni la democracia de este siglo tiene los estándares de hace 80 años. Pero no lo subestimemos; un presidente no democrático no puede hacer un gobierno democrático y aun si lo lograra no se descarta grandes estropicios.