La República
La mitadmasuno
12 de octubre de 2018
Por Juan De la Puente
Las elecciones en Lima Metropolitana son, por el
volumen de sus electores y el sorpresivo resultado, una muestra de lo que
sucede en una campaña electoral sin grandes ofertas de cambio, ciudadanos
indiferentes y desconfiados, candidatos precarios y un escenario fragmentado.
En un proceso electoral complejo e imprevisible,
y sometido a sucesivas crisis e inestabilidad, es arriesgado adjudicar los
resultados a una sola causa, y es más probable que estas sean concurrentes o
sucesivas. En el caso de Lima, mantengo la duda sobre si el principal resultado
es el triunfo de Jorge Muñoz o la derrota de Daniel Urresti, considerando
las claves de los días previos al 7 de octubre.
Me inclino a pensar que la respuesta debería
matizarse del siguiente modo; 1) tanto Muñoz como Urresti (32% y 19% de votos
emitidos) fueron “encontrados” en un momento de la campaña por sus electores; y
2) que el espectacular aumento de votos por ambos –más por Muñoz, pero no solo
para él- fue posible debido a una épica corta y diferenciada.
La épica en favor de Muñoz corrió a cargo
esencialmente de las clases medias y emergentes, ubicadas trasversalmente, con
fuerte presencia de jóvenes y mujeres, ubicados contra Urresti, de modo que
Muñoz fue “encontrado” por segunda vez, en un afán ubicado más allá del voto,
de “salvar” a Lima de Urresti. Este fenómeno es mostrado en dos gráficos
elaborado por Iván Lanegra (@ilanegra) que exponen la línea descendente de los
votos de Muñoz sobre los de Urresti, desde Miraflores/San Isidro y los
barrios mesocráticos y emergentes, hasta la periferia de la ciudad.
Pero no debería subestimarse la épica en favor de
Urresti. Su candidatura tuvo la misma dinámica inicial que la de Muñoz, aunque
a él solo lo “encontraron” una vez, un volumen nada despreciable de electores
(un millón de votos emitidos) que lo empoderaron como la otra opción para
“salvar” a Lima, desde el autoritarismo y la recusación de la élite política.
¿Por qué una épica? Por la febril movilización de
un sector de ciudadanos con argumentos en parte ciertos y en parte no, respecto
a la capacidad de las opciones en pugna, un relato que continúa luego de las
elecciones, patentizado en conclusiones muy debatibles como “han ganado los
choros” o “Acción Popular ha vuelto”.
Conviene también reflexionar sobre el desarrollo
de una campaña marcada por el rechazo inicial de los electores a todas las
opciones y la imposibilidad de las fuerzas en pugna de manejar los mensajes. La
campaña trascurrió en tres momentos: 1) la indiferencia de los electores y la
soledad de los candidatos, entre el momento de la inscripción y los debates,
una forma de politización silenciosa y ausente; 2) la inclusión de contenidos
básicos sobre el gobierno de la ciudad, a propósito de los debates organizados
por los medios y el JNE, una tímida politización activa; y 3) la repolitización
de las elecciones, con disyuntivas fuertes entre autoritarismo vs. democracia,
idoneidad vs. desgobierno y corrupción vs. transparencia.
La primera fue una etapa planteada equívocamente
por los candidatos, especialmente por la izquierda; los candidatos, la mayoría
desconocidos, preocupados por la publicidad, tendieron un cordón sanitario
alrededor de la “mala” política nacional, evitando relacionar lo nacional con
lo local. En la segunda etapa, los debates visibilizaron a algunos postulantes,
para bien o para mal, estableciendo un mapa de actores casi inexpugnable que llegó
hasta el final, y que solo pudo romper Alberto Beingolea (PPC). La tercera
etapa fue una virtual segunda vuelta donde Muñoz y Urresti depredaron al
resto. El primero captó un millón y medio de votos en 10 días, a razón de 150
mil por día, y el segundo alrededor de 350 mil, en un ritmo de ganancias y
pérdidas.
Muñoz y Urresti no son próceres; son precursores
de un modelo de competencia política ultra personalizada, poscolapso de los
partidos, pero en un escenario nuevo, donde los principales elementos de la
movilización política son la capacidad de los protagonistas de brindar certezas
a los electores para acabar con la crisis política e impedir el caos.