Por Juan De la Puente
El Perú se
encuentra parado al centro mismo entre el pasado y el futuro. El presente
aparece todavía como un espacio corto de tiempo y movimiento. El eco del periodo
PPK aún resuena, y la confrontación violenta que implicó esa etapa, antecedida
por otra cuyos orígenes podrían situarse en el año 2013, apenas ha cedido.
Todavía podemos afirmar que hay una mano invisible que mueve la política en una
lógica negativa.
Quienes vivimos
los primeros días del período post Fujimori encontramos algunas similitudes con
lo que ahora sucede. La más importante quizás sea la convicción de un sector de
la elite peruana que no cree en la posibilidad de un cambio y que se sigue
manejando con los códigos del pasado, como si no se hubiese producido una recomposición
del poder.
Ese es por
ahora el principal desafío del nuevo gobierno y de la nueva etapa. La sombra
del pasado es todavía fuerte, incluso hegemónica; y produce hechos decisivos
que opacan lo nuevo y lo precarizan, como las recientes diligencias judiciales
del ex presidente PPK o la renovada lucha entre los hermanos Fujimori.
Vizcarra es
por ahora un símbolo, pero la transición que representa se abre paso a través de
una cultura que por cinco años recreó el encono. Ni los partidos ni los medios –ya
no solo la mayoría de políticos- estuvieron preparados para un momento distinto.
Así, procesar el giro desde el modo contra
al modo pro, cuesta mucho.
También
hay diferencias con el período iniciado en noviembre del año 2000. Ahora, un
sector mayoritario de la elite peruana se resiste a considerar que el período
iniciado con la caída de PPK es una transición. Con enojo, ponen por delante el
aspecto legal del asunto y consideran que Vizcarra solo debe cumplir los 3 años
y 4 meses del período por el que fue elegido PPK, que la Constitución no llama
a lo que hemos iniciado un Gobierno de Transición -lo que es cierto pero el
problema no es el rótulo legal-, que las transiciones no pueden ser “tan largas”,
o que solo cabe una transición cuando el proceso se realiza desde un gobierno
autoritario, una lectura elemental/lamentable de los profesores O'Donnell, Linz,
Garretón, y Mainwaring, entre otros.
No hay espacio para
un gobierno PPK 2.0. Resulta claro que la única opción exitosa de esta etapa es
el modelo de una transición a un régimen de mayor democracia, participación,
eficiencia publica y transparencia, alcanzada mediante un gobierno amplio,
plural y con un sentido de reforma que debe ser, precisamente, objeto de un
acuerdo y de una práctica concertada. Tras este objetivo, respirándole al sistema
a en la nuca está el 50% de peruanos que quieren que se vayan todos, una de
cuyas expresiones –no es la única, no confundir lo político con la viabilidad
legal- es el adelanto de elecciones.
El presidente Vizcarra es una garantía del logro
de ese objetivo. En él existe un Paniagua que se abre paso, llámese también una
forma republicana de encarar el poder con austeridad, y un contenido menos
populista y agresivo para las relaciones con los otros.
Por ahora, el
sistema tiene pocas armas para esa transición. Luego del posicionamiento del
presidente Vizcarra se espera un gabinete a la medida de él y de la etapa
iniciada, lo que ha empezado a chocar con el juego de “yo quiero ser ministro”
o “nombra al que yo quiero”, en franco desarrollo. La revisión de los gabinetes
propuestos, elaborados para que los medios incautos lo difundan para presionar
al nuevo presidente –parece algo básico, pero funciona- arroja una visón de la concertación
como sinónimo de fragmentación, recojo de estrellas o vigilancia de intereses
específicos. Eso es cualquier cosa, menos transición, pluralidad y transversalidad.