sábado, 30 de diciembre de 2017

CADE Ejecutivos 2017: Desafíos para la democracia en el siglo XXI, nuest...

30 de noviembre 2017
Comparto mi intervención en CADE 2017, realizado en Paracas. La exposición realizada el 30 de noviembre pasado, y se tituló “Desafíos para la democracia en el siglo XXI, nuestro mediano y corto plazo”.


sábado, 16 de diciembre de 2017

Lava Jato después de PPK

La República
La mitadmasuno
15 de diciembre de 2017
Juan De la Puente
El país ha atravesado otras crisis de las que ha sobrevivido. Para un análisis objetivo de la actual, conviene la objetividad, no parecernos a la mayoría de políticos que sobreactúan, y procurar una reflexión desagregada de los elementos que componen este momento. Aquí algunas reflexiones:
La crisis. Esta no es una crisis de gobierno, exclusivamente, ni una crisis terminal del régimen político (todavía). La crisis afecta a dos poderes del Estado –a uno más que a otro– cuyos líderes formales y reales cargan acusaciones de corrupción, y a la elite política derrotada previamente en las elecciones pasadas. Para que la crisis se haga terminal, sería necesaria una grave dificultad de funcionamiento del Estado, una presencia ciudadana activa que muestre una ruta alternativa, y un bloqueo institucional visible a primera vista. El país no ha tocado fondo.
Las otras crisis. Lo que sucede con el presidente de la República es lo más grave, delicado y urgente a resolver, pero no es el único registro de la realidad. El sistema es impactado por otras constantes de modo que “resuelto” el caso Kuczynski, quedan procesos cuya evolución no pueden ser controlados por las fuerzas políticas y poderes: actuales investigaciones de corrupción, delaciones en camino, y nuevas investigaciones y revelaciones, ahora que Odebrecht se ha convertido en el primer poder del Estado. Esta segunda explosión del Lava Jato (la primera fue hace un año) augura otras cuyo volumen es inestimable, de modo que las opciones para encarar el “caso PPK” son provisionales, limitadas y parciales. Es probable que los hechos sucedan en dos tiempos.
Los escenarios. Las revelaciones de Odebrecht cambian radicalmente las tendencias que presentaban las crisis. En el momento previo se apreciaban cuatro escenarios: 1) Una escalada simétrica entre el fujimorismo y el gobierno que elevaba las tensiones y cuyo punto de relación es Odebrecht, y que el sistema estaba tolerando; 2) la posibilidad de un pacto entre el Gobierno y el Congreso que rebajara tensiones, que PPK insinuó cuando a inicios de semana se refirió a un nuevo diálogo; 3) una sucesión constitucional en la presidencia, sea por vacancia o por renuncia, y que deje el Gobierno en manos del primer vicepresidente; y 4) una sucesión constitucional completa que lleve al presidente del Congreso a dirigir un Gobierno de Transición con elecciones adelantadas para los dos poderes.
En este esquema, el escenario Nº 1 estaba en plena vigencia con posibilidades de pendular con el escenario Nº 2 (el juego tensión/cooperación). Las revelaciones sobre los pagos a PPK altera este cuadro y hacen viable el escenario Nº 3 (renuncia o vacancia) e impulsa por ahora levemente las posibilidades del escenario Nº 4 (elecciones adelantadas). Colabora con este cuadro el hecho de que la opinión pública ha procesado ya una vacancia simbólica de los poderes, según las encuestas.
Los poderes. Partidos y otros sectores sociales se han empezado a ubicar en torno a los escenarios Nº 3 (vacancia o renuncia de PPK) y 4º (elecciones adelantadas, los grupos extraparlamentarios). Se entiende que el grueso del sistema se oponga a las elecciones adelantadas especialmente porque no están dispuestos a correr los riesgos en un nuevo ordenamiento de fuerzas. En esa dirección, se asoma un pacto tácito para encumbrar al vicepresidente Martín Vizcarra, pero nadie parece dispuesto a ir más allá y sostenerlo formalmente. Esto obligaría al nuevo mandatario a profundizar el carácter casi parlamentario del Ejecutivo.

Lo positivo en medio del pesimismo es que cualquiera de los escenarios anotados se ubican dentro el marco del régimen democrático, de manera que si la crisis no se alarga demasiado no se producirán salidas rupturistas o violentas, salvo revelaciones explosivas. La escasa movilización ciudadana en los meses previos indica cierta comodidad de los actores para sortear –otra vez, por ahora– el que “se vayan todos”. Esta tendencia abriga, no obstante, una clave oscura y negativa: la fortaleza de un sistema que se resiste a los cambios de fondo.

El auge de la política brutal

La República
La mitadmasuno
8 de diciembre de 2017
Juan De la Puente
Una parte de la política nacional se ha transformado en guerra o en una aparente guerra. Los políticos han convertido los escenarios donde se desenvuelven, ellos y las instituciones, en espacios de confrontación extrema, esencialmente el Congreso, los medios y las redes sociales. Este voluntarismo antagónico no excluye la cooperación, particularmente en materia económica, pero ha establecido una plataforma de combate a bayoneta calada.
La política es una batalla cuerpo a cuerpo. Las elites políticas tradicionales tuvieron espacios de cooperación; las actuales –que no sé si deberían ser llamadas elites o solo cúpulas– ejercen una representación difusa de intereses que se ha deslegitimado en poco más de un año y solo existen gracias a la confrontación. En algunos casos, inclusive, la confrontación simulada y la sobreactuación.
Sin posibilidad de un debate de programa que atienda los principales temas de la agenda pública, esta batalla es sobre todo identitaria, un factor que le interesa a los ciudadanos muy poco como contenido. En esta guerra, o guerra simulada, la afirmación es más importante que las preguntas y las tesis, en tanto que las discusiones carecen de sentido práctico. Es la nueva representación del vacío, la hora de los duros, la política brutal o la contrapolítica.
La política brutal tiene sus propias leyes. Empodera a los brutales e histriónicos; premia la banalidad y la injuria; y exige nuevos extremismos renovados. En la TV y la radio se retroalimenta de la brutalización de la prensa. Hay un matrimonio entre los políticos brutales y los comunicadores brutales.
A pesar de su éxito en los medios, la política brutal es pequeña en varios sentidos. Sirve ciertamente para gratificar al personaje, que se hace conocido, popular y generalmente requerido. Quizás sirva también para garantizar una elección o reelección, si fuese el caso. Pero no sirve para nada más. Habría que revisar la lista de políticos con estas características –parlamentarios y ministros– que “brillaron” en el gobierno anterior, para concluir que su ostracismo es total. A algunos, que incluso intentaron una breve candidatura presidencial, les quedan un puñado de seguidores en Twitter y esporádicas invitaciones a los programas cómicos.
Además, la política brutal tiene sus trampas. Es posible que florezca en espacios de confrontación por excelencia, como Twitter, sobre todo si lo practican quienes tienen una menor demanda de responsabilidad pública. Pero quien, desde una posición política más elevada usan sus reglas, no puede pretender que estas no les alcance, que es lo sucedido recientemente con la congresista Yeni Vilcatoma.
Me pregunto si la política nacional retornará del estado actual de brutalización. Me temo que por ahora no será posible. El contexto del Lava Jato peruano es un envidiable caldo de cultivo ya no solo para los ejércitos de trolls, sino para los hombres públicos que fuerzan su radicalismo para llamar la atención de la prensa o para aliarse con causas extremas e injuriosas. El poder de los hashtags inflamados, los memes violentos o de ironía dura (no tengo nada contra la ironía, please), los fake news y gifs animados, es ilimitado.
Esta realidad relativiza la función y legitimidad de las instituciones. La reciente coyuntura, iniciada con la denuncia contra el fiscal de la Nación Pablo Sánchez en el Congreso, marca un hito que es preciso tener en cuenta: es la primera batalla que no se localiza en el Congreso, sino en un hemiciclo virtual y online, hegemonizada no por lo elegidos sino por la alianza entre los medios y las redes sociales. Las otras locaciones, la de los poderes públicos son secundarias y es probable que conforme avancen los días varias de las figuras estelares pasen a ser de reparto.

No habíamos imaginado este desenlace de la guerra política que se libra en el país en los últimos meses. Mientras las principales fuerzas discuten sobre cuál es el primer poder del Estado, su falta de contenido y su huida hacia adelante en esta coyuntura crítica, les está quitando el poder.

Evo Morales por siempre

La República
La mitadmasuno
1 de diciembre de 2017
Juan De la Puente
El Tribunal Constitucional Plurinacional (TCP) de Bolivia ha emitido una resolución que permite la reelección indefinida de todas las autoridades electas en los ámbitos nacional, regional y municipal, dejando un delicado precedente que puede convertirse en una epidemia reeleccionista en América Latina.
A pocas semanas de culminar su mandato, el máximo órgano de interpretación constitucional de Bolivia, objeto previo de prácticas injerencistas para cambiar su composición, ha modificado la Constitución Política del Estado (CPE) de Bolivia, votada en el referéndum del año 2009, inaplicando cuatro de sus artículos que se refieren a la elección y reelección de cargos políticos por elección popular. Estos artículos ya fueron objeto de una interpretación forzada hace años para permitir un tercer mandato de Evo Morales.
El razonamiento del tribunal boliviano es impresionantemente inconstitucional. Arremete contra su propia Constitución amparándose en una lectura antojadiza de la Convención Americana sobre DDHH, el Pacto de San José, que es el documento hemisférico que origina el sistema interamericano de DDHH del que son parte la gran mayoría de estados de la región.
El inciso 1) del artículo 23º de este tratado señala que todos los ciudadanos deben gozar del derecho de participar en la dirección de los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes libremente elegidos; de votar y ser elegidos en elecciones periódicas auténticas, realizadas por sufragio universal e igual y por voto secreto que garantice la libre expresión de la voluntad de los electores; y de acceder en condiciones generales de igualdad a las funciones públicas. El inciso 2) de este articulo limita la reglamentación de estos derechos “exclusivamente” por razones de edad, nacionalidad, residencia, idioma, instrucción, capacidad civil o mental, o condena, por juez competente, en proceso penal.
El TCP ha señalado que esta redacción es preferente a su Constitución porque protege los derechos políticos de las personas y que debe ser el pueblo quien en definitivamente decida sobre la reelección. El tribunal ha hecho una lectura extremadamente sesgada de la Convención, entendiendo que la esencia de la elección es la misma que la reelección, y que el derecho a ser elegido –que debe ser en lo posible abierto y no restrictivo– se extiende a todas las veces que un presidente quiera ser elegido, creando un inaudito “derecho a la relección”.
Nunca se había usado la Convención Americana sobre DDHH para argumentar, precisamente, contra la violación de los derechos de elegir y ser elegidos que son, por esencia, derechos atribuibles a la persona para alcanzar un cargo y no para que una autoridad se perpetúe en él.
Lo que sucede en Bolivia reviste al mismo tiempo una embestida a la soberanía popular con el pretexto de defenderla. En ese país, la limitación del mandato presidencial ya fue votada en el referéndum de aprobación de la Constitución, en enero del año 2009, con lo que el veredicto de las urnas –de acuerdo al fallo del TCP- se ha cumplido.
Por si fuera poco, en otro referéndum, en febrero del año pasado, el pueblo rechazo una cuarta elección de Morales, un pronunciamiento específico que ha sido gravemente ignorado.

El fallo del TCP colisiona con la tradición constitucional de una América Latina presidencialista que debió reglamentar las relecciones continuadas para garantizar la vigencia de dos elementos del pacto republicano, el gobierno limitado en el tiempo y la alternancia en el poder. Esta tradición se fortaleció durante la ola democratizadora de los años 80 y, aunque fue ligeramente alterada desde la reforma constitucional argentina de 1994 (El Pacto de los Olivos), y por las constituyentes de Venezuela, Ecuador y Bolivia, no lo fue al extremo de permitir las reelecciones indefinidas. En el caso peruano, a la caída de Fujimori fue repuesta la prohibición de reelección inmediata y ahora mismo se debate en Ecuador prohibirla. El fallo del TCP boliviano nos recuerda que el autoritarismo en la región está vivo.