La República
La mitadmasuno
8 de diciembre de 2017
Juan De la Puente
Una parte de la política nacional se ha
transformado en guerra o en una aparente guerra. Los políticos han convertido
los escenarios donde se desenvuelven, ellos y las instituciones, en espacios de
confrontación extrema, esencialmente el Congreso, los medios y las redes
sociales. Este voluntarismo antagónico no excluye la cooperación,
particularmente en materia económica, pero ha establecido una plataforma de
combate a bayoneta calada.
La política es una batalla cuerpo a cuerpo. Las
elites políticas tradicionales tuvieron espacios de cooperación; las actuales
–que no sé si deberían ser llamadas elites o solo cúpulas– ejercen una
representación difusa de intereses que se ha deslegitimado en poco más de un
año y solo existen gracias a la confrontación. En algunos casos, inclusive, la
confrontación simulada y la sobreactuación.
Sin posibilidad de un debate de programa que
atienda los principales temas de la agenda pública, esta batalla es sobre todo
identitaria, un factor que le interesa a los ciudadanos muy poco como
contenido. En esta guerra, o guerra simulada, la afirmación es más importante
que las preguntas y las tesis, en tanto que las discusiones carecen de sentido
práctico. Es la nueva representación del vacío, la hora de los duros, la
política brutal o la contrapolítica.
La política brutal tiene sus propias leyes.
Empodera a los brutales e histriónicos; premia la banalidad y la injuria; y
exige nuevos extremismos renovados. En la TV y la radio se retroalimenta de la
brutalización de la prensa. Hay un matrimonio entre los políticos brutales y
los comunicadores brutales.
A pesar de su éxito en los medios, la política
brutal es pequeña en varios sentidos. Sirve ciertamente para gratificar al
personaje, que se hace conocido, popular y generalmente requerido. Quizás sirva
también para garantizar una elección o reelección, si fuese el caso. Pero no
sirve para nada más. Habría que revisar la lista de políticos con estas
características –parlamentarios y ministros– que “brillaron” en el gobierno
anterior, para concluir que su ostracismo es total. A algunos, que incluso
intentaron una breve candidatura presidencial, les quedan un puñado de
seguidores en Twitter y esporádicas invitaciones a los programas cómicos.
Además, la política brutal tiene sus trampas. Es
posible que florezca en espacios de confrontación por excelencia, como Twitter,
sobre todo si lo practican quienes tienen una menor demanda de responsabilidad
pública. Pero quien, desde una posición política más elevada usan sus reglas,
no puede pretender que estas no les alcance, que es lo sucedido recientemente
con la congresista Yeni Vilcatoma.
Me pregunto si la política nacional retornará del
estado actual de brutalización. Me temo que por ahora no será posible. El
contexto del Lava Jato peruano es un envidiable caldo de cultivo ya no solo
para los ejércitos de trolls, sino para los hombres públicos que fuerzan su
radicalismo para llamar la atención de la prensa o para aliarse con causas
extremas e injuriosas. El poder de los hashtags inflamados, los memes violentos
o de ironía dura (no tengo nada contra la ironía, please), los fake news y gifs
animados, es ilimitado.
Esta realidad relativiza la función y legitimidad
de las instituciones. La reciente coyuntura, iniciada con la denuncia contra el
fiscal de la Nación Pablo Sánchez en el Congreso, marca un hito que es preciso
tener en cuenta: es la primera batalla que no se localiza en el Congreso, sino
en un hemiciclo virtual y online, hegemonizada no por lo elegidos sino por la
alianza entre los medios y las redes sociales. Las otras locaciones, la de los
poderes públicos son secundarias y es probable que conforme avancen los días
varias de las figuras estelares pasen a ser de reparto.
No habíamos imaginado este desenlace de la guerra
política que se libra en el país en los últimos meses. Mientras las principales
fuerzas discuten sobre cuál es el primer poder del Estado, su falta de
contenido y su huida hacia adelante en esta coyuntura crítica, les está
quitando el poder.
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