La República
La mitadmasuno
2 de febrero de 2012
Juan De la Puente
La muerte de 27 drogadictos durante el incendio de un centro informal de rehabilitación le ha dado un poco de fuego al debate sobre la legalización de las drogas. La tragedia en San Juan de Lurigancho se produjo el mismo día en que el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, expresara que su país aceptaría la despenalización si todo el mundo entero la admite. Santos es el primer mandatario latinoamericano en funciones que fija una clara posición abolicionista global hasta ahora patrimonio de ex presidentes e intelectuales.
Algunos analistas locales han relacionado la horrible muerte de los 27 drogadictos con la prohibición de las drogas; sostienen que ella condiciona tanto la iniciación en lo prohibido como el tratamiento informal del problema, una lógica parecida a la que se opera en la ecuación del aborto clandestino. Me parece útil el debate a pesar de que mantengo mi escepticismo respecto a la legalización de las drogas en un país al mismo tiempo productor y consumidor, con un sistema educativo reacio a la prevención y un servicio de salud renuente al tratamiento.
Lo sucedido, sin embargo, también pone sobre la mesa la precariedad del Estado en la lucha contra las drogas en el marco de una prohibición global sobre la que se puede debatir pero, al mismo tiempo, no quedarse de manos cruzadas. Luego del incendio no se conoce ni el número de adictos ni la oferta privada formal e informal para la rehabilitación. Solo hay una certeza: el Estado ofrece 700 camas para el tratamiento de drogas frente a una demanda entre 100 y 150 veces superior.
La desoladora ineficacia del Estado frente a este problema se extiende a los ámbitos de la interdicción. En 30 años, se ha pasado de 2 a 12 valles con cultivos ilegales. Al mismo tiempo, de los 50 mil internos en las cárceles peruanas casi 12 mil lo son por delitos de tráfico de drogas. En ese contexto, los casos de narcotráfico en manos de una heroica procuraduría superan los 60 mil, aunque una revisión de su composición es aún más preocupante: de 5 procesados, 4 lo son por microcomercialización y solo uno por tráfico a gran escala. Del mismo modo, son escasos los procesos por lavado de activos e insumos químicos, en tanto que son simbólicos los de pérdida de dominio.
El Estado se quema a fuego lento. Nuestros índices de decomiso son menores al de Colombia y Bolivia y es probable que solo se incaute el 5% de la cocaína que producimos. Otros datos se suman a la alarma; el incremento de la violencia contra policías y magistrados y el hecho de que los jueces condenan a menos procesados por narcotráfico.
En este marco son un consuelo solitario y significativo los éxitos en el desarrollo alternativo. Sin embargo, hasta en ello el Estado marcha a la zaga y es la cooperación internacional la que, varias décadas después, lidera la mayoría de esfuerzos.