La República
La mitadmasuno
4 de octubre de 2019
Juan De la Puente
El pasado 27 de setiembre, el presidente Vizcarra
disparó desde el piso uno de sus últimos proyectiles luego de un duro pulso con
la alianza gobernante del Congreso, ante la que se debilitó las últimas
semanas.
Se estimaba insuficiente su respuesta porque no
se refería al tema de fondo, el archivo de la propuesta de adelantar las
elecciones generales al 2020. A mí me parecía que, si bien era una reacción
sobre una rama del problema –la cuestionada designación del TC–, esa rama era importante porque
era parte del árbol, y ese árbol es parte del bosque de la larga transición a
la que hemos ingresado. Y hasta parecía que Vizcarra intentaba una
negociación tácita con el fujimorismo sobre
el TC y aún no el adelanto electoral.
El disparo alcanzó su blanco; la coalición
conservadora que tomó el poder del Congreso en julio pasado pudo moverse,
hacerse a un lado, y mantener la ventaja que había conseguido, que ya era
importante. Pudo postergar la elección del TC, mantener su oposición al
adelanto electoral, problematizar la cuestión de confianza sobre este punto,
seguir desgastando al Gobierno y avanzar en áreas colaborativas.
Pero les perdió el radicalismo, y especialmente
la soberbia, lo que en el lenguaje moderno de la política criolla se denomina
“borrachitos de poder”. ¿Qué pasó? La coalición tuvo un desperfecto de origen:
siendo sorprendentemente amplia, al constituirse fue tomada por un núcleo
fanático y extravagante de Fuerza Popular que se ensambló con personajes
chocantes y desusados como el entonces presidente del Congreso, un señor feudal
de horca y cuchillo.
Esta simbiosis fue trágica; multiplicó la
capacidad disruptiva del Congreso, arrinconó al Gobierno, cierto, pero operó
con brutal ambición. Introdujo en la crisis una narrativa explosiva en la que
cabía desde la vacancia presidencial, la investigación del mensaje presidencial
del 28-J y las encuestadoras, y la supresión del enfoque de género.
Se ensancharon como alianza, también es cierto,
pero dejaron sus flancos abiertos; combinaron mal sus intereses y no pudieron
administrar sus prioridades. En tal sentido, la disolución del Congreso es por
una parte la liquidación de esta coalición y por la otra su suicidio.
Deseándolo o no, Vizcarra ha derrotado el intento
de legitimación de una vasta asociación
ultraderechista que se preparaba para dirigir la transición. Siendo
justos, se debe anotar que no solo fue él; la movilización de la sociedad,
aunque a niveles relativos y no tradicionales, fue decisiva en las horas del
escalamiento de la crisis. Es bueno insistir en el papel de la opinión pública
–sobria y prudente– porque se ha ratificado que el garante de la transición
sigue siendo el presidente, pero la principal tarea pendiente también sigue
siendo el cambio.
La caída de la coalición conservadora tendrá
efectos en la relación de fuerzas en el mediano plazo. Los grupos políticos
autonomizarán sus estrategias y se volverá a fragmentar el campo conservador,
similar a lo que ocurre en el sector progresista-liberal. Cualquiera sea el
resultado de esta etapa las cosas no volverán a su estado original porque
existe más espacio para una épica de cambio que antigolpista. Nos adentramos en la fase programática de este
extenso período, una nueva disyuntiva.