La República
La mitadmasuno
12 de mayo de 2017
Por Juan De la Puente
Ha concluido el
trabajo de la subcomisión presidida por la congresista Patricia Donayre que
elaboró el proyecto de Código Electoral. El desempeño ha sido auspicioso, de
modo que podría decirse que este es el empeño más responsable de los últimos
años para encarar la parte electoral de la reforma política.
Sabemos
cómo empieza este proceso pero nadie puede predecir con exactitud cómo
concluirá, teniendo como antecedente los 13 años de bloqueo a los cambios
(2001-2013) y dos años desastrosos (2014-2016) que culminaron con la
contrarreforma que implicó la nefasta Ley N° 30414. Aun así, el mejor argumento
para empezar el debate nacional es la posibilidad de contar por primera vez con
un Código Electoral.
La
codificación de las normas es un desafío complejo para nuestra precariedad
institucional. La última vez que el Congreso aprobó un código fue hace 13 años,
el Código Procesal Constitucional del año 2004, a lo que habría que añadir que
la mayoría de nuestros 15 códigos vigentes fueron expedidos por el Ejecutivo
merced a facultades delegadas por el Congreso, y que desde hace más de una
década el Parlamento no puede producir una reforma exitosa de los códigos Civil
y Penal.
Un Código
Electoral tendría la virtud de agrupar normas con rango de ley dispersas,
incorporar decenas de reglamentos de los tres organismos electorales e integrar
al derecho positivo la frondosa y desmedida jurisprudencia que ha producido el
Jurado Nacional de Elecciones en materia de legalidad de los actos partidarios.
Si deberían producirse dos consensos alrededor de este nuevo código es que debe
detenerse firmemente la producción dispersa e ilimitada de normas electorales
que hacen más caótico el sistema político, y que se elimine el financiamiento
ilegal y mafioso de la política. Asimismo, si hay un desafío estratégico
alrededor de esta incipiente reforma es que necesitamos principios
políticos-electorales que rijan los procesos de elección popular.
Por lo
señalado, es conveniente considerar algunas condiciones del debate que se abre
nuevamente. La primera de ellas es la necesidad de que los cambios garanticen
un enfoque de representación y de derechos, en respuesta a la deformación que
ya se advierte en algunas opiniones en una dirección “partidocentrista”. Por
ejemplo, es positivo que los primeros consensos se refieran a la paridad de
género en las listas, la ubicación alternada de mujeres y varones en ellas, y
la sanción al acoso político a las políticas, candidatas o representantes
mujeres. A propósito, no está de más recordar algo que se olvida en los debates
sobre la mejora de la representación: que la crisis se origina en la formación
de la representación, y que los elegidos que pierden rápidamente legitimidad
vienen “marcados” por un proceso de designación informal y campañas electorales
violentas.
La
segunda condición es el pacto. Las reformas exitosas en América Latina
recientes han tenido un componente de pluralidad y acuerdo que los hace más
legítimas que aquellas impuestas o cocinadas en cuatro paredes. Esta
perspectiva contrasta con la tendencia de estrechar el debate actual peruano, criticando
las iniciativas que no provengan del Congreso. Extraño además que en los
últimos 15 años se criticara a los gobiernos por no interesarse en la reforma
política y que se le cuestione al actual precisamente por hacerlo.
La última
de las condiciones es la convicción del no retorno al pasado. Aun se advierten
en algunas opiniones la nostalgia por el viejo sistema de partidos que de modo
precario se reorganizó entre 1977 y 1992 y la pugna por reconstruirlo. Las
discusiones sobre comités, firmas de adherentes, rigidez de las alianzas y el
desborde del espíritu sancionador indican que en un sector de la política –e
incluso de la academia– no se ha tomado en cuenta el carácter irreversible del
colapso de los partidos y la necesidad de abrir paso a otras prácticas
institucionales que renueven la democracia en lugar de recrear el fracaso.