La República
La mitadmasuno
29 de enero de 2016
Juan De la Puente
El plagio de la tesis doctoral de César Acuña es un libro abierto que trasciende las elecciones. Ojalá solo fuese un asunto de votos pero me temo que lo electoral acaba siendo coyuntural frente a un asunto más serio, la educación, la honestidad intelectual y la verdad en los hombres públicos.
Imposible despolitizar este caso aunque no deberíamos quedarnos en lo estrictamente político. Por lo pronto, me impresiona la defensa de Acuña ensayada desde la separación entre lo público y privado y la reflexión francamente elitista que señala que este es un asunto de los engreídos de arriba a quienes interesa los medios contra los de abajo a quienes interesa solo los fines.
La lógica de ambos es parecida; operan con la premisa de que la mentira privada es distinta a la pública, de modo que solo lo segundo es reprobable. Sobre esto existe un debate interminable. Una tesis sostiene que la mentira en los actos privados –la mentira privada– puede tolerarse especialmente si no tiene relevancia pública y que en cambio es inexcusable la mentira pública, salvo en las cuestiones de Estado. Una tesis contraria la expuso Inmanuel Kant,quien sostenía la diferencia entre la treta y la mentira, y que esta última es reprobable en cualquier circunstancia.
En este debate terció Benjamín Constant que polemizó con Kant afirmando que la verdad solo debe ser dicha a quienes la merecen. El filósofo francés sentenció que decir la verdad es un deber con aquellos que tienen derecho a la verdad y que nadie tiene derecho a una verdad que perjudique a otros.
Ese parece ser el punto que topa con el caso Acuña. Una tesis plagiada es una mentira ante una universidad, y quien cayó en ella regenta a su vez una universidad y pretende gobernar un país. Es una mentira más en un mar de zapatillas y prendas de vestir con marcas falsificadas, medicinas adulteradas, beneficiarios “bamba” del Vaso de Leche y Pensión 65, certificados médicos comprados para lograr días de licencia, plagios en los exámenes para la carrera docente, sustitución de postulantes a las universidades, cobros disfrazados y adulteración de facturas.
Nuestras mentiras privadas terminan siendo públicas. Hay un punto donde se juntan y ese es el derecho de instituciones y personas a que se les diga la verdad.
Por otro lado, es falso que ese contexto sea clasista; estos engaños son propios de los “arriba” y los de “abajo”. A riesgo de caer en un error grueso, no se puede sentenciar que el plagio no le importe al pueblo, incluso para los efectos de la elección de un jefe de Estado. El concepto pueblo es muy grande para generalizar en este caso porque tiene matices de tiempo y espacio. Así como se aprende a robar en los círculos más íntimos, se aprende a mentir, engañar, ocultar, y aprovecharse del otro en los espacios sociales inmediatos. Si vamos a hacer sociología de las reglas del comportamiento humano, no lo hagamos desde el racionalismo; recordemos el viejo debate sobre lo bueno y lo malo en la historia de las ideas: para Hobbes, el hombre nace malo; para Rousseau nace bueno y la sociedad lo corrompe; y para Marx, solo nace, es el medio el que lo hace bueno o malo.
Todo hombre público tiene el deber de la verdad y lo de Acuña es una mentira pública que no puede pretender ser privada; tiene relevancia con el corto plazo electoral y con el largo plazo de un país ilegal que adora en paquete el llamado emprendedorismo y cuestiona el trámite como hace 30 años amaba lo informal. Hasta que empezamos a ser asesinados por las combis.
La posibilidad de que Acuña renuncie a la candidatura o el hecho de que varios de sus adversarios también mintieron o tienen cuentas pendientes con el Estado y la sociedad no pueden ser ignorados, aunque tampoco pueden operar como una coartada frente a una realidad potente: ninguna mentira pública es privada. Este es un caso en el que las pasiones del momento no pueden conducirnos a la subestimación de graves defectos sociales. Como dice el spot de la Universidad César Vallejo, se trata de ustedes. De nosotros.
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