La República
La mitadmasuno
5 de julio de 2013
Juan De la Puente
Los efectos que tendrán los sucesos recientes y vigentes sobre la política, en su acepción más amplia y plural, es decir, como espacio de las ideas, los movimientos y las decisiones en la perspectiva del ejercicio del poder, serán devastadores. Las denuncias, los hallazgos, las investigaciones, las declaraciones, los ataques y las defensas y, en general, los hechos y omisiones, se estructuran mágicamente como una operación de demolición de instituciones, partidos y personas. Como en toda tragedia no falta el espíritu tanático de los que se autodestruyen y de los que observan impasibles el acto destructivo.
El adelanto de la campaña electoral ha espoleado una guerra política con componentes judiciales, policiales y penales nunca antes vistos. Un saldo positivo de esto es el inicio de investigaciones que ponen sobre la mesa actos de corrupción y cadenas delictivas. Es lamentable, no obstante, que las denuncias se acerquen a destacados hombres y mujeres públicos que simbolizan proyectos de gobierno y atenacen a sus partidos, los inmovilicen y los disminuyan en una etapa donde la política requiere de voces, magisterio y orientación.
Otros dos ángulos críticos son: 1) El Parlamento, cuya crisis debilita cualquier debate y decisión porque, al parecer, ha concluido la etapa en que el Congreso era el centro de emisión de los mensajes políticos y de grandes acuerdos y su papel en la democracia se ha reducido al de escenario exclusivo de la confrontación; y 2) la realidad municipal, impactada por una escalada de actos de corrupción y eventos conflictivos internos agudos, evidencia de lo cual es el inédito porcentaje de alcaldes y regidores suspendidos, vacados, revocados, procesados, prófugos y condenados.
En esas condiciones marchamos a las elecciones del 2014 y del 2016, con un sistema político en entredicho, con altas cuotas de insatisfacción con la democracia, y un desolador espectáculo de partidos en retirada, de lo que da cuenta el reciente informe del JNE sobre los comités y locales partidarios. Si existe un momento ideal de la antipolítica, el de la democracia sin partidos o contra los partidos, es este.
Bajo ese marco, el país parece estar preparándose con mucha dedicación para la irrupción de un outsider. En la teoría política, este surge en períodos de destrucción de tejidos por razones políticas o económicas, o de aguda confrontación o de separación excepcional entre las elites políticas y la sociedad civil. Este escenario parece estar a punto.
No es posible estimar si los partidos y en general el sistema político están en condiciones de revertir el proceso de demolición al que se han dedicado en cuerpo y alma. Las condiciones que han disparado este proceso son manejadas por los medios de comunicación exigidos por una sociedad civil sedienta de transparencia y justicia, algo encomiable, pero que también pide sangre en la arena. Los actores políticos han empezado a escenificar más para las galerías, ante un país transformado en un gran tribunal penal.
Esta demolición es una forma de la antipolítica pero al fin de cuentas es otra política. El único modo de enfrentarla es desde una política democrática. En esta etapa, esta solo puede tener sentido si parte de un compromiso público por la reforma y contra la corrupción que impidan al mismo tiempo la impunidad y la venganza o el aniquilamiento del adversario. Para que este compromiso sea legítimo debe emerger del poder mismo y ser asumido por el espacio público, incluyendo los partidos. Póngase la mano al pecho amigo. ¿Es posible ese compromiso en el Perú del año 2013? Ahí tiene la respuesta.
En esa ruta, un desfile despreocupado hacia el abismo, sorprende que los cánones que se hacen viejos con rapidez, sean utilizados para analizar la política peruana. En medio de la demolición algunos siguen pugnando por detectar evidencias de la “enfermedad” chavista en el cuerpo peruano. Si miraran mejor podrían encontrar que el Perú se parece cada vez más a la Venezuela previa a Chávez.