La República
La mitadmasuno
3 de mayo de 2019
Juan De la Puente
El largo proceso crítico que ha
liquidado a casi todo el liderazgo del país demanda politizar, en el sentido
más conceptual de la palabra, la lucha contra la corrupción, bajo el riesgo de
que sus reconocibles logros sean en algún momento frenados, o superados por
etapas de megacorrupción.
La lucha contra la corrupción es ciertamente desafiante, y sometida
a un juego máximo de presiones e intereses, lo que ha hecho que más de una vez
sus avances se encuentren jaqueados por fuerzas que operan a veces en el
terreno penal, otras en lo político, y por supuesto en los dos ámbitos.
A pesar de ello, en la sociedad y los
poderes públicos que no forman parte de la fiscalía y el Poder Judicial
predomina la idea de que esta es una cruzada estrictamente penal. En esta
visión es decisivo el proceso de investigación, las evidencias, las pruebas y
los plazos procesales. Alrededor de ello se han librado batallas cruciales para
defender la independencia de los magistrados y la continuidad de los procesos
frente a las dilaciones, una épica muy significativa respecto a los otros
procesos de lucha contra la corrupción.
La prensa ha jugado en este proceso
un papel precursor y determinante al mismo tiempo. Sus primeros hallazgos fueron
seguidos de otros más complejos y profundos. La judicialización de la política conllevó a la judicialización de la prensa, en una dinámica antes
nunca vista, elevando el papel político de los medios de comunicación. A pesar
de ello, para la mayoría de medios, la demanda de ética de los gobernantes es
una opción legítima de la búsqueda de la verdad, con propósitos no
necesariamente políticos.
Es por ello explicable que el período
más álgido de la lucha contra la corrupción coincida
con el momento en que la reforma política pierde centralidad. Esta brecha, que
podría denominarse como de alta demanda ética con baja demanda de reforma, debe
ser analizada especialmente en referencia a los actores públicos.
La impunidad ha sacado a las calles a
importantes sectores ciudadanos, pero ahora mismo sería una ilusión aspirar a
que por lo menos la mitad de los manifestantes que se movilizaron contra la
impunidad lo hagan para demandar reformas de la política. De hecho, la
impunidad en el Perú tiene un rostro básicamente penal, asociado a la justicia.
Esta brecha es potencialmente
peligrosa, especialmente si los partidos –léase programas, líderes y
organizaciones– antes asociados al concepto “cambio político” se oponen
mayoritariamente a los 12 proyectos de la Comisión Tuesta enviados por el
Gobierno al Congreso. En ese escenario, la falta de politización de la demanda de ética pública
es ahora la principal limitación de esta.
No debería esperarse que sean los
fiscales o jueces los que realicen esta asociación; no es su papel, ni lo
correcto. Este desafío debería ser asumido por los grupos políticos que se
consideran no vinculados a los casos en curso, los militantes de base de los partidos
llamados a renovarse o morir, los poderes públicos con mandatos para el cambio
–especialmente el Ejecutivo– y los medios de comunicación. Para ellos, para
todos, esta politización de la ética pública tiene plazos.
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