lunes, 1 de julio de 2019

Temporada de liquidación sin ofertas

La República
La mitadmasuno
26 de abril de 2019
Juan De la Puente
El país estaba preparado para la prisión del expresidente Alan García, pero no para su suicidio. Esperaba su desaparición política pero no su eliminación física. El disparo que acabó con su vida hizo añicos las principales tendencias, instalando un clima de pasión extrema que acelera los procesos. Los nuevos códigos desbordan incertidumbre. El escenario se reordena con velocidad.
Como en todo drama, los símbolos nos ahorran palabras. García y su áspera carta a sus adversarios; Barnechea suicidándose ante el féretro del expresidente; el presidente Vizcarra visitando a PPK; Barata confirmando los aportes a los políticos presidenciables y las coimas. Y todos recurriendo a la historia como tribunal del presente.
La muerte de García no abre ni cierra, sino detona. La polarización julio-enero había empezado a relajarse desde cuando Vizcarra aparcó su conflicto con el Congreso, y la sociedad incrementó sus demandas de resultados, a tono de una agenda más plural. La tendencia era a la fragmentación de opciones. Ahora, la polarización ha retornado, pero con nuevas reglas de juego, la principal de ellas, la hegemonía de la política brutal. Lo que viene es una confrontación binaria, muy cerrada sobre todos los puntos de la agenda y especialmente arriba, con la cuota de extremismo que se advierte.
La muerte de García y la detención de PPK acaban de liquidar la coalición vizcarrista, ya debilitada. Esta ha sido partida en dos, colocando como divergentes al otrora dúo magistrados/presidente. Al mismo tiempo, ha fortalecido la coalición opositora conservadora, ahora briosa –y probablemente exitosa– en su reclamo contra los excesos de la prisión preventiva.
Las narrativas de celebración o ritualización del suicidio de García –con su sentido atávico y tribal de menosprecio a la muerte y al dolor– esconden la imposibilidad de movilizar a la sociedad en algún sentido. Es más, las recientes revelaciones de Brasil, que confirman la descomposición de la élite peruana, indican que como en ese país, los fiscales y los jueces peruanos son los propietarios de la lucha contra la corrupción, pero sin ciudadanos en las calles. En ese punto, ya se encuentra instalada como tendencia la liquidación de la lucha contra la corrupción.
Una conmoción social sin multitudes desafía a las teorías sobre las crisis políticas. Al juego de símbolos le falta el más importante, la emergencia de un proceso movilizador y democratizador. Lo que tenemos es una coyuntura sin contexto, quizás porque antes del suicidio de García otros habían decidido suicidarse a su modo, subestimando u oponiéndose a las urgentes reformas, lo único que ahora podría movilizar a los ciudadanos y legitimar cualquier liderazgo. No nos engañemos con el microclima de las redes sociales; ahí sobran likes y falta tecnopolítica.

La muerte de Alan García es un condensador simbólico que aviva la disputa en las élites e instituciones; le da continuidad al gran período crítico (re) abierto el 2016, pero con un rasgo nuevo: ya no hay rebelión reformista ni liderazgo para el cambio. Como en los viejos tiempos, no está en disputa el gobierno o el Congreso, sino la calle.

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