La República
La mitadmasuno
21 de diciembre de 2018
Juan De la Puente
Los 81 años de Max
Hernández coinciden con el
período más intenso de las últimas décadas, un aniversario que sus amigos y
discípulos han querido festejar con un hermoso texto de homenaje (En
el juego de la vida. Ed. Gradiva, Lima. 2018) al que me sumo con
entusiasmo.
Sin pausa, sin prisa
y con una solemnidad austera en la palabra, Max Hernández ha ejercido en los últimos
años un papel terapeuta y vigilante de la vida pública, una esfera de social a
la que ha observado y en más de una vez integrado, desde cuando entre 1961 y
1962 desempeñara la presidencia de la Federación de Estudiantes del Perú (FEP).
A ese afán en primera persona volvió más de una vez, una de las cuales fue su
participación en el Acuerdo Nacional, del que fue su secretario técnico durante
los gobiernos de Toledo, García y Humala.
La visión del Perú de
Hernández es muy especial y profunda; desde un ángulo que se origina en su
especialidad psicoanalítica, su principal preocupación es la identidad, en la
que, según él, se funde la memoria y el olvido como quehaceres permanentes y renovados
de nuestra historia; él considera que nuestro pluralismo multicultural, nuestra
oralidad y nuestra diversidad son motores de los símbolos que hacen la memoria
peruana.
A diferencia del
discurso tradicional que las ciencias sociales abandonaron en la segunda mitad
del siglo pasado –felizmente– Hernández cree que esa heterogeneidad y la
turbulencia de nuestra diversidad son negativas, sino una ventaja en un mundo
que recién se abre a lo diverso, un hecho social que hemos “practicado” por
siglos.
Desde esa matriz, Hernández ha
reflexionado el país en los últimos años abogando por que la relación entre el
poder y la democracia se produzca a través del ejercicio de la ciudadanía,
entendida como una construcción subjetiva y racional de iguales. Apuesta a un cambio
mental necesario para los otros cambios, incluyendo el político y legal, como
un proceso de desestructuración de conceptos arraigados. Lo llama un “cambio
catastrófico” donde la palabra y la imagen son esenciales para el contenido de
lo nuevo. Otra vez la identidad y los símbolos.
Esa visión ha
permeado su actividad pública y académica, desde la publicación de su magistral
texto Memoria del bien perdido.
Conflicto, identidad y nostalgia en el Inca Garcilaso de la Vega (1993),
donde da cuenta del papel distinto de la política en un contexto de
fragmentación de intereses, y donde sugiere que el poder democrático practique
un rito complejo entre equilibrio y el uso de la mayoría. En esa visión, el
diálogo deja de ser solo una herramienta y asume la condición de una opción
personal.
Max Hernández, siendo psicoanalista –y quizás por eso– se ha resistido
al uso total y definitorio del concepto de “país enfermo” o de “sistema
enfermo” para analizar la política peruana, un recurso manido que lleva al
extremo el diagnóstico de González Prada.
Prefiere un enfoque que cuestiona lo que llama una confrontación sin proyecto,
una realidad a la que responde proponiendo la elaboración de significados
comunes, compartidos y consensuales, donde el acuerdo es fondo y forma, medio y
meta, parte y todo, a la vez.
Esta respuesta a la
división nacional no en mitades sino en varias partes es descrita
magistralmente en su texto En
los márgenes de nuestra memoria histórica (2012), editado por el Fondo Editorial
de la USMP. Juntar las partes de un
todo de cara al futuro no parece una receta fácil en etapas donde se prefiere
la diferencia como garantía de lo nuevo. Sin embargo, al proponer esa ruta
difícil y compleja, el psicoanalista solo está recordándonos el origen de la
política y en dónde reside su utilidad práctica y final.
Max Hernández tiene algunas deudas conmigo, acaso un almuerzo ofrecido y ya
extraviado en las profundidades del quehacer cotidiano. Pero yo le debo mucho
más, especialmente el aprendizaje de este proceso de reconocimiento del otro
para alcanzar significados compartidos y estables, un magisterio permanente
para superar el desencuentro.
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