La República
La Mitadmasuno
7 de junio de 2012
Juan De la Puente
El país conservador está de fiesta porque ha vuelto a ser mayoritaria la idea de que las demandas sociales son principalmente protestas que deben tratarse con mano dura. Sospecho que esa mayoría es oficial, es decir, se ubica en las instituciones, en los medios y en Lima, y tiene altas posibilidades de seguir siendo una verdad que suministra decisiones políticas, legales y judiciales. Como en el pasado, esa felicidad será relativa y breve; esa verdad tendrá un uso limitado al corto plazo y acaso sirva solo para postergar unas cuantas demandas. No servirá, sin embargo, para gobernar, ya no para transformar, porque parte de un error extremo, extremista, que es la negación del descontento y de la legitimidad del malestar social.
El Perú conservador no acepta que a pesar de las buenas noticias económicas y sociales, como la reducción de la pobreza en más de 20 puntos en una década, tengamos un malestar intenso. Por ello, es más cómodo negar su existencia y reemplazarlo por un fenómeno más dócil para el análisis y la propaganda, es decir, el radicalismo.
Las ciencias sociales en A. Latina se empeñan en descubrir las claves del actual malestar regional y discernir si se dinamiza por la desigualdad o por el déficit de instituciones y de ejercicio de libertad. Le preocupa que la región siga atrapada en un patrón donde el crecimiento no incrementa la adhesión a la democracia y en esa búsqueda ha encontrado que la relación entre descontentos y radicales es circular: el radicalismo es servido por el malestar masivo y creciente, al mismo tiempo en que este puede ser incentivado por posturas radicales. A diferencia de los años sesenta ahora es débil la visión que reduce el malestar a una conspiración de los malos; al contrario, es un consenso que la única manera de romper esa relación circular es atacando el malestar.
El Perú es excepcional en este tema. Aquí el análisis ha reemplazado a los descontentos por los radicales, una operación imaginaria que ya lleva una década y que se torna masiva, oficial y limeña cada vez que los conflictos se hacen agudos.
Lo cierto, sin embargo, es que el 2011 los descontentos tenían un partido y un candidato. No eran la mayoría del país pero eran millones y votaron por el cambio a pesar de una feroz campaña. Esos descontentos siguen ahí; no sé si son más o menos que hace un año, pero ahí están, aunque ahora sienten que ya no tienen ni un partido ni un gobierno que los represente.
La mano dura no es sostenible frente al descontento. ¿Cómo hará la política para, sin diálogo, satisfacer sus demandas incluso sin radicales en la primera línea? Los negacionistas confían en el Estado para ponerlos a raya, persuadidos de que el problema es el diálogo y no la falta de él. ¿Por cuánto tiempo, a qué costo y con qué métodos podrá congelarse el malestar?
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