La República
La mitadmasuno
26 de abril de 2019
Juan De la Puente
El país estaba preparado para la prisión del expresidente Alan
García, pero no para su suicidio. Esperaba su desaparición política pero no su
eliminación física. El disparo que acabó con su vida hizo añicos las
principales tendencias, instalando un clima de pasión extrema que acelera los
procesos. Los nuevos códigos desbordan incertidumbre. El escenario se reordena
con velocidad.
Como en todo drama, los símbolos nos ahorran palabras. García y
su áspera carta a sus adversarios; Barnechea suicidándose ante el féretro del
expresidente; el presidente Vizcarra visitando a PPK; Barata confirmando los
aportes a los políticos presidenciables y las coimas. Y todos recurriendo a la
historia como tribunal del presente.
La muerte de García no abre ni cierra, sino detona. La
polarización julio-enero había empezado a relajarse desde cuando Vizcarra
aparcó su conflicto con el Congreso, y la sociedad incrementó sus demandas de
resultados, a tono de una agenda más plural. La tendencia era a la
fragmentación de opciones. Ahora, la polarización ha retornado, pero con nuevas
reglas de juego, la principal de ellas, la hegemonía de la política brutal. Lo que
viene es una confrontación binaria, muy cerrada sobre todos los puntos de la
agenda y especialmente arriba, con la cuota de extremismo que se advierte.
La muerte de García y la detención de PPK acaban de liquidar la
coalición vizcarrista, ya debilitada. Esta ha sido partida en dos, colocando
como divergentes al otrora dúo magistrados/presidente. Al mismo tiempo, ha
fortalecido la coalición opositora conservadora, ahora briosa –y probablemente
exitosa– en su reclamo contra los excesos de la prisión preventiva.
Las narrativas de celebración o ritualización del suicidio de
García –con su sentido atávico y tribal de menosprecio a la muerte y al dolor–
esconden la imposibilidad de movilizar a la sociedad en algún sentido. Es más,
las recientes revelaciones de Brasil, que confirman la descomposición de la
élite peruana, indican que como en ese país, los fiscales y los jueces peruanos
son los propietarios de la lucha contra la corrupción, pero sin ciudadanos en
las calles. En ese punto, ya se encuentra instalada como tendencia la
liquidación de la lucha contra la corrupción.
Una conmoción social sin multitudes desafía a las teorías sobre
las crisis políticas. Al juego de símbolos le falta el más importante, la
emergencia de un proceso movilizador y democratizador. Lo que tenemos es una
coyuntura sin contexto, quizás porque antes del suicidio de García otros habían
decidido suicidarse a su modo, subestimando u oponiéndose a las urgentes
reformas, lo único que ahora podría movilizar a los ciudadanos y legitimar cualquier
liderazgo. No nos engañemos con el microclima de las redes sociales; ahí sobran
likes y falta tecnopolítica.
La muerte de Alan García es un condensador simbólico que aviva
la disputa en las élites e instituciones; le da continuidad al gran período crítico
(re) abierto el 2016, pero con un rasgo nuevo: ya no hay rebelión reformista ni
liderazgo para el cambio. Como en los viejos tiempos, no está en disputa el
gobierno o el Congreso, sino la calle.