La República
La mitadmasuno
18 de agosto de 2017
Juan De la Puente
Si el primer año del
gobierno de PPK estuvo marcado por la oposición política, un escenario donde la
tensión entre los poderes fue el principal elemento de la gobernabilidad, el
segundo se inicia con una atmósfera modificada y desafiante: la oposición
social y su capacidad de ser la piedra angular de esa gobernabilidad.
Este tránsito de lo
estrictamente institucional a lo social no es del todo convencional. Contiene
elementos que hacen presumir una mayor autonomía de los movimientos sociales
respecto de los grupos tradicionales y la escasa capacidad de estos y de los
poderes públicos para abordar y asimilar este nuevo momento de la relación
entre los ciudadanos y el sistema político.
Desde el año 2000
tuvimos contextos combinados o mixtos, donde la oposición política desde el
Parlamento o fuera de él se trasladaba a las calles. En un sentido inverso, la
movilización social generalmente autónoma se articulaba con la oposición
política encontrando en su camino aliados y respaldos. Esto sucedió en los
gobiernos de Toledo, García y Humala en conflictos como el “Arequipazo” (2002),
Cerro Quillish (2004), Combayo (2006) “Moqueguazo” (2008), “Baguazo” (2009),
Conga (2012) y Tía María (2015), entre otros.
Salvo la huelga de
Salud del año 2014 –que duró 150 días y abrió el debate de la reforma en el
sector– estos conflictos eran territoriales, con direcciones localistas y
programas específicos. Lo nuevo de la huelga magisterial es que iniciándose
como un movimiento macrorregional se ha convertido en un asunto nacional, con
dirección nacional y un programa que al paso de los días se transforma en
general. ¡Vaya que sí hay cambios!
Existe espacio y
motivo para discutir la actitud del gobierno y la tardanza en resolverlo,
aunque esta demora no es exclusiva de PPK. No entiendo, sin embargo, la
resistencia de ciertos grupos políticos y especialistas a mirar dentro del
movimiento, incurriendo en errores de apreciación y el abuso de la agregación y
simplificación. No hay análisis más de chato de una gran huelga que reducirla a
solo una huelga.
La movilización
magisterial presenta un contexto que debería ser parte del análisis, y estar en
la base de la solución: 1) es una huelga que forma parte de la recuperación de
los movimientos sociales; 2) es un acto de confrontación con un gobierno
minoritario y débil; 3) es un movimiento cuya dirección está ubicada en el
extremo izquierdo del escenario; 4) se lleva a cabo en el contexto de la
disputa con la representación tradicional de los sindicatos; y 5) prioriza la
demanda económica, rechazando expresamente la reforma para mejorar la calidad
de la educación.
La huelga tiene una
base inicial salarial legítima, pero es más que eso. Ampliado el movimiento
gracias a los errores del gobierno, no puede negarse que es “contra Lima”,
contra los poderes que ignoraron las demandas salariales las últimas décadas, y
contra la reforma de la carrera magisterial, el único esfuerzo serio realizado
desde el Estado en favor de la educación pública luego del fracaso reformista
de los años 70.
Si seguimos la lógica
de los grandes conflictos desde el año 2002, la huelga se dirige a una
capitulación del Estado, quedando pendientes los costos económicos y políticos
de ese desenlace. Lo que no puede determinarse aún es si la autonomía del
movimiento persistirá, o será derrotado por otra ecuación vigente los últimos
años: demandas fragmentadas más demandantes igualmente fragmentados. La otra
pregunta es si la irrupción de un nuevo radicalismo sindical y político –más
allá del Sutep– desbordará a quienes hoy los aplauden o los miran desde el
balcón.
Desde que el Apra fue
desalojado de los sindicatos y gremios estudiantiles entre los años 60 y 70, el
tránsito desde lo social a lo político partidario ha sido una operación
realizada por la izquierda y casi de memoria. No sabemos si en este nuevo
momento, un nuevo radicalismo social tomará su lugar en las instituciones.