miércoles, 6 de septiembre de 2017

La agenda social irrumpe, contra todos

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La República
La mitadmasuno
18 de agosto de 2017
Juan De la Puente
Si el primer año del gobierno de PPK estuvo marcado por la oposición política, un escenario donde la tensión entre los poderes fue el principal elemento de la gobernabilidad, el segundo se inicia con una atmósfera modificada y desafiante: la oposición social y su capacidad de ser la piedra angular de esa gobernabilidad.
Este tránsito de lo estrictamente institucional a lo social no es del todo convencional. Contiene elementos que hacen presumir una mayor autonomía de los movimientos sociales respecto de los grupos tradicionales y la escasa capacidad de estos y de los poderes públicos para abordar y asimilar este nuevo momento de la relación entre los ciudadanos y el sistema político.
Desde el año 2000 tuvimos contextos combinados o mixtos, donde la oposición política desde el Parlamento o fuera de él se trasladaba a las calles. En un sentido inverso, la movilización social generalmente autónoma se articulaba con la oposición política encontrando en su camino aliados y respaldos. Esto sucedió en los gobiernos de Toledo, García y Humala en conflictos como el “Arequipazo” (2002), Cerro Quillish (2004), Combayo (2006) “Moqueguazo” (2008), “Baguazo” (2009), Conga (2012) y Tía María (2015), entre otros.
Salvo la huelga de Salud del año 2014 –que duró 150 días y abrió el debate de la reforma en el sector– estos conflictos eran territoriales, con direcciones localistas y programas específicos. Lo nuevo de la huelga magisterial es que iniciándose como un movimiento macrorregional se ha convertido en un asunto nacional, con dirección nacional y un programa que al paso de los días se transforma en general. ¡Vaya que sí hay cambios!
Existe espacio y motivo para discutir la actitud del gobierno y la tardanza en resolverlo, aunque esta demora no es exclusiva de PPK. No entiendo, sin embargo, la resistencia de ciertos grupos políticos y especialistas a mirar dentro del movimiento, incurriendo en errores de apreciación y el abuso de la agregación y simplificación. No hay análisis más de chato de una gran huelga que reducirla a solo una huelga.
La movilización magisterial presenta un contexto que debería ser parte del análisis, y estar en la base de la solución: 1) es una huelga que forma parte de la recuperación de los movimientos sociales; 2) es un acto de confrontación con un gobierno minoritario y débil; 3) es un movimiento cuya dirección está ubicada en el extremo izquierdo del escenario; 4) se lleva a cabo en el contexto de la disputa con la representación tradicional de los sindicatos; y 5) prioriza la demanda económica, rechazando expresamente la reforma para mejorar la calidad de la educación.
La huelga tiene una base inicial salarial legítima, pero es más que eso. Ampliado el movimiento gracias a los errores del gobierno, no puede negarse que es “contra Lima”, contra los poderes que ignoraron las demandas salariales las últimas décadas, y contra la reforma de la carrera magisterial, el único esfuerzo serio realizado desde el Estado en favor de la educación pública luego del fracaso reformista de los años 70.
Si seguimos la lógica de los grandes conflictos desde el año 2002, la huelga se dirige a una capitulación del Estado, quedando pendientes los costos económicos y políticos de ese desenlace. Lo que no puede determinarse aún es si la autonomía del movimiento persistirá, o será derrotado por otra ecuación vigente los últimos años: demandas fragmentadas más demandantes igualmente fragmentados. La otra pregunta es si la irrupción de un nuevo radicalismo sindical y político –más allá del Sutep– desbordará a quienes hoy los aplauden o los miran desde el balcón.

Desde que el Apra fue desalojado de los sindicatos y gremios estudiantiles entre los años 60 y 70, el tránsito desde lo social a lo político partidario ha sido una operación realizada por la izquierda y casi de memoria. No sabemos si en este nuevo momento, un nuevo radicalismo social tomará su lugar en las instituciones.

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