La República
La mitadmasuno
28 de julio de 2017
Juan De la Puente
El año pasado el país votó por una inédita
gobernabilidad: el grupo que perdió las elecciones se quedó con el 56% de
escaños del Congreso, más allá de la mayoría absoluta, y el que ganó el
gobierno, con el 13%. Había otra originalidad: el resultado fue estrecho y
gracias a la épica antifujimorista impulsada esencialmente por los
simpatizantes de la candidatura que obtuvo el tercer lugar en la primera
vuelta.
Lo que tenemos al frente es un gobierno dividido
que nuestra academia considera un mal resultado, quizás solo basada en la
experiencia mexicana de finales de los años 90 o la ecuatoriana previa a Rafael
Correa. Otras experiencias, como algunos de los recientes periodos
norteamericanos, no han sido necesariamente negativas.
La gobernabilidad de los primeros meses fue un
cuaderno en blanco escrito día a día y a varias manos, sobre todo de la prensa
y la opinión pública, que presionaron por el consenso, la investidura del
gabinete y la delegación de facultades.
El primer resultado de esta experiencia es que nuestro
gobierno dividido es al mismo tiempo pobre y excluyente, débil frente a una
sociedad crecientemente crítica, y por lo tanto un gobierno dividido y
desgastado.
No debemos ilusionarnos con el vestuario de la
escena. Es llamativa y sobreactuada, con tensiones, amenazas, dislates y
escándalos, que hacen de esta etapa un consenso a palos. Lo que tenemos al
frente es no obstante un modelo casi acabado de in/gobernabilidad ya conocida,
cuya esencia podrá cambiar poco y que será el atributo de un sistema que no se
rompe aunque se descosa un poco en cada coyuntura. Ya no podemos decir como en
agosto pasado que sabemos lo que está muriendo pero no lo que está naciendo.
El segundo resultado es que fuera del vestuario,
el año uno del consenso a palos tuvo más colaboración entre poderes que
confrontación, un continuo del que podríamos exceptuar el último período
abril-junio con varias crisis mucho tiempo abiertas, cerradas también a dos
manos por el Gobierno y el Congreso, pero que le hizo perder a PPK entre 10 y 12
puntos de aprobación y nada a Keiko. Primera lección: las largas crisis en un
gobierno dividido desgastan más a un Ejecutivo débil.
El tercer resultado, precisando que no me
encuentro entre quienes creen que el propósito de Fuerza Popular es derrocar a
PPK, es que los incentivos para no hacerlo son mayores, precisamente porque el
gobierno dividido made in Perú tiene
al fujimorismo por ahora con grandes opciones para hacerse del poder en las
urnas el 2021. Ello no implica reconocer que, como le pasa a PPK en el
Gobierno, el fujimorismo no sabe qué hacer con su mayoría.
El cuarto resultado de esta experiencia consiste
en que si los actores se conocen más, es porque han disputado y concertado,
tomado y entregado –y derrotados algunas veces– olvidando gran parte de sus
promesas. Casi todo ha sido dejado en el camino, la reforma política, la
mayoría de cambios institucionales para luchar contra la corrupción y la
creación de ministerios, entre otros. No debe obviarse en el balance que la
opinión pública respalda en cuotas altas el control político parlamentario (los
tres últimos sondeos de GfK) y no comulga mucho con la tesis del
obstruccionismo, pero no es menos cierto que el fujimorismo no ha cumplido su
promesa de convertir su plan de gobierno en un programa parlamentario.
De cara al segundo año, el principal riesgo del
consenso a palos es que se transforme en un bipartidismo imperfecto, que
intente reducir la gobernabilidad a dos fuerzas, obviando a las otras y
excluyendo a la sociedad. Si esto sucede, estas fuerzas resurgirán tarde o
temprano. Por ahora reclaman su pedazo de diálogo, pero mañana podrán hacer uso
de su pedazo de calle. Rotos los equilibrios del período 2001-2016, el país no
parece polarizado sino fragmentado, con fuerzas que pugnan por “achicar” arriba
el espacio público, un espacio enano que compite con una agenda pública
frondosa. Sin cambios, el sistema político puede seguir suspendido en el aire
por un buen tiempo.
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