La República
La mitadmasuno
25 de noviembre de 2016
Juan De la Puente
La reforma judicial ha sido los últimos 15
años la manzana prohibida del Estado peruano. Toda propuesta legislativa relativa a ella era
rápidamente anatemizada como un intento de intervención y el intento más serio,
entre 2003-2004, fue la de la Comisión
Especial para la Reforma Integral de la Administración de Justicia
(CERIAJUS) que partió de una ley aprobada por el Congreso y que ordenaba
elaborar el Plan Nacional de Reforma
Integral de la Administración de Justicia, la cual fue congelada por
presión de los reformados.
Desde entonces, y hace más de una década no se
habla en serio de la reforma de la justicia. Y de paso, la administración de justicia no ha
experimentado ningún cambio significativo. En ese lapso se agravó la crisis del
Ministerio Público –al punto que el Fiscal de la Nación debió ser destituido– y
del Consejo Nacional de la Magistratura (CNM). En el Poder Judicial las cosas no han pasado a mayores solo porque ha
tocado fondo y porque no es posible lo peor. Bajo este cuadro se constata un
impulso inicial de cambio en el Ministerio Público y un débil impacto de los códigos Procesal Constitucional (2005) y Procesal
Penal (2004).
Por esa razón es importante la convocatoria al Acuerdo Nacional por la
Justicia, suscrito hace poco por el Ejecutivo, el CNM, la Fiscalía y el Poder
Judicial a instancias de la ministra de Justicia, Marisol Pérez Tello. Surgido
modestamente solo como un espacio de coordinación y colaboración para mejorar
la calidad de estos servicios al ciudadano y enfrentar con éxito a la
corrupción, contiene cinco acuerdos base, seis compromisos urgentes y acciones
inmediatas, que son la semilla de cambios mayores.
La riqueza de este acuerdo reside en la ruptura de los límites
institucionales que desde hace 15 años impiden cambios en la justicia. Esta voluntad de los poderes y organismos de
compartir la crisis es positiva y puede ser el primer paso de una
reforma profunda.
Por ahora sus objetivos podrían parecer de poco calado, y por eso la
falta de interés de los medios y de la academia, pero no lo son. Entre sus
iniciativas se cuentan acciones para disminuir la carga procesal, fortalecer la
formación de operadores jurídicos, presentar medidas legislativas para mejorar
los procesos de justicia y una política de transparencia y buenas prácticas de
acceso al ciudadano. Es destacable
también que cada institución firmante se comprometa a adoptar
prioridades en tres áreas: sistema anticorrupción, servicios de justicia y
sistema penitenciario y que el MINJUS opere como una secretaría técnica del
acuerdo.
El modelo escogido para gestionar los cambios es prometedor
especialmente porque se ubica a medio camino entre dos dinámicas, por un lado
la autorreforma de las instituciones, una utopía desarmada por las lógicas
internas en cada caso y por la demostrada falta de consenso interno
(especialmente en la Corte Suprema), y por el otro la reforma desde fuera,
siempre cuestionada como violatoria de la independencia de la función
jurisdiccional. La presencia del Ejecutivo y el seguimiento atento de la Defensoría
del Pueblo y el Acuerdo Nacional
permitirán una mejor gestión del cambio.
Por ahora no hay otra salida a la vista que morder la manzana de ese
modo. Este acuerdo naciente establece un escenario desafiante con dos grandes
actores: una batería de decenas de
proyectos de ley presentados al Congreso que persiguen desde cambios
precisos en varios códigos normativos hasta reforma constitucionales, y una coalición de instituciones que pugnan por
cambios hacia adentro, que no descartan salidas legislativas.
La idea básica es que estos dos impulsos se relacionen para evitar tanto
que el acuerdo se localice en el corto plazo y huya de las reformas de fondo
como para evitar un tratamiento legislativo desordenado de la administración de
justicia, lo que ha sido la nota dominante desde el año 2001. Acuerdo más
acuerdo es un imperativo para que esta vez no fracasen los cambios en la
justicia.
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