sábado, 16 de mayo de 2015

Mamá, yo quiero ser outsider

La República
La mitadmasuno
1 de mayo de 2015
Juan De la Puente
Trabajo con jóvenes universitarios y observo que un creciente número de ellos se propone dedicarse a la política y postular a cargos de elección popular. Me refieren que sus padres tratan de disuadirlos mientras que la realidad los impulsa a la acción. En más de una ocasión, un punto de transacción en sus diálogos familiares consiste en la promesa de que serán políticos independientes y outsider, sin relación con los partidos.
Les digo que solo una vez se es outsider y que la política más duradera y principista es la que se hace desde los partidos, programas e ideologías. Ello es cierto, como que según las encuestas la mitad de los peruanos pide candidatos distintos a los conocidos.
También es cierto que tuvimos algunos outsider que llegaron al Congreso en el actual ciclo democrático, y en algunas regiones y municipios. No obstante, salvo Humala el 2006, ningún outsider ha disputado la presidencia o se ha situado entre los grandes candidatos desde el 2001 (el mejor ubicado fue Humberto Lay el 2006 con 4,3% de votos).
No solo es desafiante la política tradicional sino también la nueva. De cara al 2016, no es imposible que surjan outsider por la derecha o por la izquierda. No obstante, en ambos casos y tomando en cuenta el escenario preelectoral, haría falta que además confronten puntualmente al sistema para diferenciarse del grupo ya conocido.
Ello no solo depende de la voluntad. En la derecha, haría falta que la inseguridad ciudadana gire en espiral violento, se transforme en mayor miedo y terminen fusionándose la percepción y la realidad. En la izquierda, haría falta que se generalice el rechazo a la corrupción y se haga más evidente la ruina del sistema político.
Es probable que esto no suceda, por lo menos en la dimensión necesaria para instalar outsider en el escenario. Queda la opción de un outsider menos “puro” de lo que espera el respetable, pero más clásico para el registro peruano, donde los dos outsider victoriosos, Ricardo Belmont (1989) y Alberto Fujimori (1990), irrumpieron desde el centro de un escenario polarizado.
Llámese como se llame, centrista, pro modelo o no antisistema, este formato de outsider también tiene una perspectiva acotada. Son los apuros por los que pasa el primero en lanzarse, Julio Guzmán, correcto y audaz pero cuyo buenismo de alquimia al parecer no es suficiente, y al que inmediatamente se le ha exigido ser, además de outsider, más antisistema.
La mitad del país espera un candidato nuevo pero los sondeos no han profundizado sobre los elementos de lo nuevo. Podría ser que eso no signifique un candidato “nuevo de verdad”, sino uno con atributos decisivos, como ser antisistema, con popularidad propia (la primigenia definición de outsider) aunque ya “contaminado” con la política, nuevo por ser de fuera de Lima, o que siendo parte del grupo conocido sea autónomo y distinto de él. Hay tantas formas de ser nuevo. Y de no serlo.
Un dato final conectado con el sueño del outsider es que la búsqueda/espera de lo nuevo también debe ser leída como la búsqueda/espera del cambio. Hasta ahora, y salvo la narrativa liberal de Mario Vargas Llosa entre 1987/90, el cambio social es lo único que ha podido venderle al país una ilusión electoral sin precisar de un outsider, desde Alan García –en sus dos versiones, el futuro diferente de 1985 y el cambio tranquilo del 2006– y Ollanta Humala y la gran transformación/hoja de ruta del 2011. Esto explica la reciente patología de los candidatos de derecha que satanizan a la izquierda pero se presentan como izquierdistas.
Belmont y Fujimori aparecen lejanos. Entre ellos y nosotros hay 25 años de antipolítica –con 8 de autoritarismo y 15 de un ciclo democrático que expira–, una historia de fracasos de independientes y tecnócratas, y un período de contrapolítica que ha empezado a poner sus reglas. La espera de un outsider se parece a veces a un argumento del realismo mágico literario, el infinito retorno de la bananera a un pueblo abandonado y al que le cuesta imaginar el futuro, que García Márquez relata en sus memorias.

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