La República
La mitadmasuno
12 de abril de 2018
Juan De la Puente
Entiendo el
propósito del proyecto de ley presentado por la congresista Patricia Donayre para suprimir la inmunidad
parlamentaria, y comparto su firmeza en la lucha contra la impunidad de los elegidos por el pueblo, un
esfuerzo creciente de los sistemas políticos acosados por el crimen político.
Sin embargo, estoy en desacuerdo con la iniciativa presentada. Aquí algunas
razones:
Uno. La representación
tiene dos momentos, la formación y el ejercicio. Al primero corresponden los
derechos y libertades de elegir y ser elegidos y de participación en los asuntos públicos, regulados por la
ley. Al segundo corresponde el desempeño de los elegidos y las instituciones
que integran, igualmente regulados. En ese orden de ideas, llevamos más de una
década postergando la reforma del primer momento, de la formación de la
representación, que es la etapa de impunidad legalizada, socavada por voto
preferencial, el fichaje de independientes con dinero, el financiamiento ilegal y el
desprecio a los militantes de base de los partidos.
Sin reforma
radical de esa etapa, que no implique colocar más requisitos, el Congreso seguirá
abierto a los indeseables y quizás solo se mejore el proceso de desafuero. En
tal sentido, si se trata de formar una voluntad de reforma para cambiar la
representación, sería más conveniente utilizar esa posibilidad para expedir
normas de rango inferior inclusive, congeladas por las mayorías parlamentarias
hace tiempo.
Dos. Nuestro esquema
de distribución de poderes, cada vez alejado de la tradición del check and balances, ha migrado a un
esquema de debilidad paritaria del Ejecutivo y Congreso, y hacia una
colaboración inorgánica. Suprimir la inmunidad parlamentaria debilitaría la
función de control, al reducir el marco de autonomía del legislador, considerando
que, en la última etapa, este control se ha ampliado hacia áreas no estatales,
como lo demuestran las investigaciones parlamentarias desde el año 2001 en
cumplimiento del artículo 97º de la Constitución sobre cualquier asunto de
“interés público”.
Sin inmunidad, esa
forma de control sería compleja, jaqueada por ejemplo por recursos judiciales
personalizados en determinados legisladores. Si habría sido el caso, no me
imagino que no hubiese tenido respuestas legales penales de los involucrados
las conclusiones de la Comisión investigadora sobre los delitos económicos y financieros
cometidos entre 1990-2001, suscrita por Javier Diez Canseco (UPD) Walter
Alejos (PP) Máximo Mena (PP) Juan
Valdivia (APRA) y Kuennen Franceza (PPC).
Tres. Desde la doctrina
parlamentaria clásica, la inmunidad no es un derecho personal ni un privilegio
individual del legislador, sino una garantía que descansa en el poder del
Parlamento como cuerpo colegiado, como lo ha señalado en su momento el Tribunal
Constitucional (Exp. Nº. 0026-2006-PI/TC).
Esto no implica
que no existan alternativas que eviten el espíritu de cuerpo o el canje de
votos por impunidad, apreciado recientemente. Una de las opciones sugeridas es
que, en cada legislatura, el Parlamento delegue en un cuerpo externo altamente calificado
–como delega la función legislativa- las funciones de la Comisión de Ética y el
levantamiento de la inmunidad de sus miembros.
Hoy, como hace 300
años, la clave sigue siendo la independencia del congresista, el elemento
constitutivo del Legislativo como cuerpo político, es decir: 1) representación
de todo el pueblo; 2) no sujeción a mandato imperativo e inviolabilidad; y 3)
elección periódica. En este mismo aspecto, tengo el temor de que los grandes
poderes económicos y políticos, cuestionados por su falta de sensibilidad y
respeto hacia los pueblos originarios, consumidores, trabajadores u otros sectores con demandas específicas,
aprovechen la ventana de oportunidad que les brinda la ausencia de esta
prerrogativa, y fomenten la salida del Congreso de los parlamentarios que
consideran incómodos a sus intereses. Ahora que ya tenemos una política
judicializada que se desenvuelve en carriles con límites cada vez más difusos,
seria inconveniente la judicialización del ejercicio parlamentario.