La República
La mitadmasuno
19 de mayo de 2017
Por Juan De la Puente
Si
se sistematizan las relaciones entre el Gobierno y el Congreso habría que
anotar que a pesar de las apariencias, estas han experimentado más episodios de
cooperación que de gran tensión. Entre las primeras se cuentan 1) el voto de
investidura; 2) la ley de límite del déficit fiscal; 3) la delegación de
facultades; 4) la aprobación del presupuesto del MEF casi sin cambios; 5) el
control constitucional de los decretos legislativos con escasas derogaciones; y
6) la aprobación relámpago de la Ley de Reconstrucción.
Las
fricciones vividas hasta ahora son propias de una convivencia forzada que
pueden agruparse en dos tipos en función de su contenido e intensidad: la
tirantez depredadora cotidiana y cortoplacista, la que más erosiona a los
actores, a los dos; y las grandes tensiones, importantes por los hechos
institucionales que generan y por la toma de posición a la que obligan, que
fueron dos: 1) el caso Moreno (octubre) que motivó la creación de la Comisión
Presidencial de Integridad; y la censura de Jaime Saavedra (diciembre) que
reactivó el dialogo por un corto tiempo. Las interpelaciones a los ministros
Vizcarra y Basombrío, incluso si no terminaran en censuras, será el tercer
episodio de gran tensión en 10 meses de gobierno.
Las
reglas que han seguido las grandes tensiones y en alguna medida aplicables
también a la tirantez cotidiana, son: 1) un episodio detonante, de gran
cobertura en los medios; 2) el anuncio de fuertes medidas de control por parte
del Congreso, aderezado con un alto nivel de sobreactuación, a gusto de los
incautos; 3) la toma de posición de los medios por alguna opción, en el
contexto de una aguda guerra política; y 4) el desenlace, etapa en la que
ninguno acumula fuerzas o gana políticamente a costa del otro.
Esta
dinámica satisface tanto el Gobierno como al Congreso al punto que lo practican
de memoria, un proceso que sin embargo muestra debilidades que pasan
desapercibidas en medio de los análisis planos de la política. La primera de
ellas es la falta de control por el oficialismo y el fujimorismo de sus propias
fuerzas, una dificultad que alcanza a la construcción de los mensajes, patente
en los debates sobre la libertad de Fujimori, el carácter de la reconstrucción
y la respuesta a la corrupción, por citar algunos casos. En ninguno de estos
episodios hemos asistido a un discurso claramente diferenciador.
La
segunda debilidad es la falta de coherencia interna en ambos lados del
escenario, incluso si no hay en marcha alguna estrategia para erosionar al
adversario. Pareciera que ambos poderes han renunciado a participar en la
formación de la agenda pública y que tienen dificultades para definir
prioridades. Más que disensos internos, el signo dominante –y lo que está en
discusión– es la falta de fuerza de los dos más altos liderazgos públicos en el
Gobierno y en la oposición.
La
tercera es la depredación como sustituto de la cooperación, que además suele
presentarse como una fortaleza y no como una debilidad. Es extraño que los
episodios de acuerdo desde julio del año pasado se refieran al mediano y largo
plazo, y, en cambio, el corto plazo sea dominado por la micropolítica, tirante
y caótica, esa que se hace gratis o con poco esfuerzo. Así, nosotros, que somos
capaces de tener un sistema de democracia sin partidos, vivimos ahora una
política sin política, es decir, privados de los grandes temas que deberían ser
definitorios en el primer año de un quinquenio constitucional.
Esta
dinámica de poca cooperación, escasa tensión, y hegemonía de la depredación
puede gustarle a una parte de la élite peruana pero es seguro que no a los
peruanos. El único beneficio de esta situación ha sido hasta ahora el bloqueo
de otras formas de oposición, más programáticas y ciudadanas, y ajenas a las
alturas. A cambio, se ha instalado en nuestro sistema, que ya necesitaba una
profunda renovación, una democracia express, de coyuntura, de choque y fuga, y
de agendas perdidas. Sin proyecto.