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viernes, 7 de abril de 2017

El maestro y la fiesta del libro

Por Juan De la Puente
Adiós maestro, el del libro. Ha fallecido mi centenario maestro Oscar Ramírez Amanzo, mi profesor del quinto de primaria en la GUE Leoncio Prado; el Huánuco del siglo pasado lo conocía como Cañoncito porque fue un recio delantero del León de Huánuco, entre los años cuarenta y cincuenta.
Foto: Correo.
Me enseñó el Quijote, los verbos, sustantivos y adjetivos; con él inicié mis rudimentos poéticos haciendo acrósticos, y quien me impulsó a recitar a Vallejo y a Chocano. Me puso de apodo sapo porque era el único de su clase que no tomaba el agua directamente del caño sino haciendo cuenco con las manos. De él aprendí algo de la historia de Huánuco, del héroe cholo Aparicio Pomares, de los fundadores de la ciudad y del porqué de algunas de sus calles. También le agradezco el que el quinto de primaria fuese el único año en que mis padres no tuvieron que ir al colegio llamados para responder por mis incontables travesuras. Es que Cañoncito -masón- arreglaba esas cosas de tú a tú y frente a los alumnos.
Para mi fue el maestro del libro. Una vez le conté que había leído La Cabaña del Tío Tom y Los Perros Hambrientos y me dijo "Oye sapito ahora tienes leer a López Albujar, él fue juez en Huánuco". Al día siguiente me trajo un libro viejo que se titulaba “Cventos Andinos” con la v en lugar de la u, un tipo de letra hasta ese momento para mí poco conocida.
Han pasado más de 45 años pero están frente a mí las letras marrones del título y la vieja iglesia rural pintada en la cubierta de ese libro con trazos caprichosos que me parecían herejes. Fue una edición del año 1950 o 1951 de la Editorial Mejía Baca y esos apellidos, López Albujar y Mejía Baca, me los grabé como una asociación mágica del hombre con el libro. Mi segundo apellido es Mejía, era el año de 1971. Cosas de chicos.
El maestro me entregó ese bello y polvoriento libro antes de salir al recreo y me advirtió que no lo pierda porque era de la biblioteca de secundaria. Cuando se lo retorné leído y repasado él mismo nos llevó a un grupo de estudiantes a devolverlo a la biblioteca. Fue un descubrimiento memorable y muy grato hasta ahora, y en aquel momento una épica personal que narré alegosamente en casa y en el barrio. Nunca había visto tantos libros juntos en anaqueles altos expuestos en orden y desorden, pilados y encajados en los estantes, de colores abigarrados o colecciones marrones y negras con letras doradas en los tejuelos. Y muchos, muchos libros viejos, viejos de vejez y viejos de uso, despidiendo ese olor cautivador y extraño que me ha perseguido toda la vida, esa mezcla de lo guardado más polvo y madera. No sentí humedad porque debe saberse que el clima de Huánuco es seco (jojolete).
Estuvimos allí por lo menos 15 minutos. El maestro esperó paciente nuestro contacto con la palabra desbordada. Yo, a pesar de gozar con el espectáculo del libro, sufrí un poco; me pareció que esa era una biblioteca transitoria donde todo parecía provisional y en la que el libro debería quizás importar algo más.
Volví a ese lugar dos o tres veces porque no siempre estaba abierto. No recuerdo sin embargo en que parte del colegio se ubicaba, si frente al patio principal de secundaria, el de los arcos, en el Court Interno, el patio de primero de secundaria o atrás, en la mítica Huerta Yrigoyen donde jugábamos a la guerra con carrizos, nos tirábamos piedras de verdad y cogíamos naranjas ácidas que chupábamos sucias. No recuerdo donde estaba esa biblioteca pero en ese momento no era evidente para mí que ese lugar no estaba entre las prioridades. A veces he pensado., inclusive, que era un depósito que mi fantasía ha convertido en biblioteca.
Mi amor por la lectura había nacido antes en la casa, entre novelas de la colección de 1957 de Editorial Tor de Buenos Aires, casi todas sin cubierta y con bordes pintados de rojo, y los libros de mi hermana Cristina que estudiaba Educación en la Universidad Hermilio Valdizán; pero ese día de 1971 nació mi amor por los libros y mi afición por las bibliotecas.
He visitado tantas en tantos años y cada vez que veo una evoco mi primera visión. La última vez que recordé la escena de la biblioteca de mi viejo pueblo y de mi viejo maestro fue el anteaño pasado cuando paseaba con Micaela en The British Library. Antes, mucho antes, le había contado esta historia a mi desaparecido amigo Pedro Planas, el de la biblioteca más revoloteada que he visto, la de su casa del Jr. Recavarren, en Miraflores. Él me dijo esa vez en confidencia que también le gustaba el olor del libro viejo.
Mi viejo profesor se ha muerto en abril. Murió el mismo día en que mi madre hubiese cumplido años. Se ha muerto en el mes de las letras; el mes en que también se murieron Garcilaso, Vallejo, Eguren y Mariátegui; en el que nacieron Valdelomar y Oquendo y Amat; y el mes en el que murieron Cervantes, Shakespeare, García Márquez, Solá, Baudelaire y Salgari. Para mí se ha muerto en olor de libro y de letras. Adiós maestro.

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