La República
La mitadmasuno
15 de marzo de 2019
Juan De la Puente
Un parlamento serio no tiene
semana de representación. Es más, si es serio, no reduce la representación a
una sucesión de actos que son, en realidad, de intermediación de demandas
específicas, que ha generado los vicios del doble cobro que se denuncian
actualmente.
Con las revoluciones de honda repercusión
constitucional –inglesa, francesa y norteamericana– la representación se asocia
al interés general y a la deliberación sin restricción imperativa por parte de
los congresos que, “representando” legítimamente a la Nación, establecen los
contrapesos ante los otros poderes, controlándolos y adoptando decisiones que
hacen realidad ese interés de todos. En atención a esos principios, el artículo
43º de la Constitución vigente se refiere al “gobierno representativo”, y el artículo
93º dispone que esa representación es de la Nación, y que quienes la ostentan
no están sujetos a mandato imperativo.
El Congreso peruano ha seguido en los últimos
años un camino que ha vaciado la representación de su contenido histórico y
político, transformándolo en un encargo funcional (artículos 18º, 22º y 23º del
Reglamento del Congreso) basándose en una pragmática función de representación.
Este proceso se inicia el año 2009 y al desarrollarse ha terminado convirtiendo
al congresista en un gestor de proyectos (debilitando el papel de los gobiernos
locales y regionales), un mediador de iniciativas de gasto público (violando el
artículo 79º de la Constitución) y un portavoz de iniciativas legales que no
siempre son de interés general.
El diálogo que expuso en marzo del año pasado el
llamado “Mamani video” (“Consíguete un alcalde, y una obra de 100 millones, y sentadito,
facilito, sin mover un dedo, te ganas el 5%”), y los casos de corrupción en las
obras públicas gestionadas por parlamentarios en el norte del país, y que
cobraron cupos a los alcaldes, exponen el nivel de esta degeneración del
principio de representación.
La privatización de la representación se ha
adueñado del Congreso. Supera el natural contacto que debe existir entre el
elegido y los electores, especialmente vigente cuando el primero rinde cuentas
a los segundos, e incide en otras deformaciones del trabajo parlamentario que
ahoga al trabajo legislativo, uno de cuyos efectos son las llamadas leyes
declarativas, las que se titulan “Declárese de necesidad pública la
construcción de…”.
Si usted pregunta por qué no se aprueban leyes de
fondo en el Parlamento, o por qué no se prioriza la revisión de los
códigos o reformas constitucionales, la respuesta se encuentra en gran medida
en el picadillo de leyes que resumen la privatización de la representación,
fácilmente apreciable en las agendas de las comisiones ordinarias y el Orden
del Día del Pleno del Congreso.
Debe suprimirse este procedimiento intruso de la
democracia representativa. El primero que pierde con este esquema es el mismo
congresista, que atónito aprecia cómo se le esfuma la legitimidad, al ritmo en
que transforma su despacho en una oficina de protocolo, comprando rifas,
obsequiando instrumentos de música a los colegios, apadrinando promociones, y
visitando lugares a los que probablemente no volverá.
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