La República
La mitadmasuno
15 de setiembre 2017
Juan De la Puente
Desde el año 2001,
la relación del Gobierno y el Congreso ha sido de tensión constante, y
creciente. El principal atributo de nuestra gobernabilidad durante 16 años ha
sido la inestabilidad conocida, de la que emergió una democracia de baja
intensidad y con grandes brechas institucionales. Este proceso tuvo el año
pasado un momento de quiebre debido a que los electores le dieron por primera
vez la mayoría absoluta a un partido, el que precisamente perdió la segunda
vuelta, y dejaron al gobierno con una escasa representación.
Esta
gobernabilidad se reformuló sobre nuevas bases y se hizo más conocida por los
actores desde julio del año pasado, aunque la crisis abierta recientemente por
la interpelación a la ministra de Educación y la cuestión de confianza planteada
por el Gobierno, abre la posibilidad de otra gobernabilidad, más precaria, más
inestable y menos predecible. A pesar de ello, siguen vigentes algunas
constantes que dejaron las crisis Congreso-Gobierno del ciclo 2001-2017.
Consigno aquí algunas de ellas.
Primero. Todos los
ministros que en este período fueron objeto de dura crítica del Congreso o muy
dura crítica social, interpelados o no, más o menos 32 (7 en el Gobierno de
Toledo, 12 de García, 15 de Humala, y 3 de PPK hasta ahora), han terminado fuera
del cargo, seriamente desgastados y con poca capacidad de maniobra previa a su
salida. Esta constante se debe a varias razones, entre ellas las deficiencias
del reclutamiento de ministros, el deterioro de las bancadas oficialistas y el
auge del control político parlamentario.
Segundo. Los gobiernos no
pueden ingresar a largos periodos de tensión con el riesgo de un mayor desgaste
social, debido a lo ya anotado –el auge del control político– y a dos
realidades del equilibrio de poderes a la peruana: 1) el brote de varios
conflictos políticos a la vez, que se hacen latentes por la intervención de la
prensa, con su lógica propia y su creciente capacidad de investigación; y 2) el
escaso compromiso de los parlamentarios con las políticas públicas, sea por sus
debilidades o por la jerarquización de sus intereses. El modo en que el
Congreso trató el voto de investidura de los gabinetes de Ana Jara y René
Cornejo, al filo de la inconstitucionalidad, son dos botones de muestra.
Tercero. Los gobiernos se
debilitan y caen en aprobación ciudadana principalmente por su relación con la
sociedad y no necesariamente por su buena o mala relación con el Congreso.
Toledo y Humala tuvieron mayorías parlamentarias cuatro de los cinco años de
sus mandatos, pero para ellos fueron determinantes eventos extraparlamentarios
como el “Arequipazo”, Ilave, Conga o Espinar, en tanto que García logró una
mayoría parlamentaria durante todo su gobierno, pero su gobierno se debilitó
por el “Moqueguazo”, el caso Business Track o el “Baguazo”.
Cuarto. El sistema ha
subestimado durante 16 años la necesidad de reformas y no ha resuelto un
problema de arquitectura. La Constitución de 1993 fue elaborada para facilitar
la cooperación en favor del Ejecutivo y no para procesar las tensiones, de modo
que aspectos cruciales de la gobernabilidad, como la vacancia presidencial,
carecen de rigor constitucional, siendo frecuente que se convierta en amenaza
contra el Jefe del Estado. Sucede lo mismo con la rebaja de tres a dos el
número de gabinetes derribados para dar paso a la disolución del Congreso.
Quinto. Finalmente, en el
contexto de una crisis de representación, el Congreso se dedica desde el
segundo año de su mandato a diferenciarse del Gobierno, con la ilusión de una
fácil reelección, dando paso a una espiral populista y sin contenidos. Es
inútil, el Congreso peruano no puede divorciarse del Gobierno ante los ojos de
la sociedad y a lo sumo se pelea con él de espaldas al país. Por ello, la tasa
de reelección parlamentaria apenas supera el 25%. Es el drama de la convivencia
forzada que el sistema fija, porque no hay segunda vuelta en la elección
parlamentaria, porque carecemos de Senado o porque no tenemos renovación por
tercios.
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