La República
La mitadmasuno
12 de julio de 2013
Juan De la Puente
La formación del Frente Amplio de Izquierda (FAI) ha desatado debate, expectativa, temores y, sobre todo, arrebato. Hace años no leía tantas encendidas condenas a la izquierda; estas van del pronóstico de infertilidad al veto a su existencia. En este último extremo, la derecha le pide a la izquierda que si desea la vida deje de ser izquierda, y desde ese espacio más de uno ha respondido afirmativamente, entregándose.
Si este fuera el momento de levantar un inventario de los errores de la izquierda, habría mucho trabajo. Tendríamos que prolongar al ejercicio de los últimos 20 años abocado a la autocrítica, un lamer de heridas que, a tenor de varios textos, no termina en la izquierda sino en responsabilizar de casi todo a una gran conspiración del capital que la retiró de su lugar histórico.
Esa etapa está concluyendo aunque es relevante en la medida de la advertencia y tiene algo de pertinencia en la discusión sobre en qué medida este momento es fundacional. Entiendo que el FAI posterga esta disyuntiva en favor de un desarrollo orgánico y político de cara a los comicios del 2014 y 2016 en los que la izquierda está llamada a desafiar el pensamiento único ultraconservador desde un proyecto propio. En ese sentido, no deja de ser un experimento audaz.
La izquierda peruana no ha sufrido más que otras del continente y, sin embargo, no ha recuperado su vigor en la medida de aquellas. Es probable que esto se deba tanto a los atributos propios como a la evolución de la sociedad peruana en las últimas dos décadas. Por ello, no es una ofensa referirse al desfase de nuestra izquierda si se le compara con otras experiencias: la que opera con un sistema de partidos organizado (Chile, Brasil o Uruguay) donde los movimientos sociales nutren a las formaciones partidarias en los procesos de reforma, o en las experiencias de ruptura (Ecuador, Venezuela y Bolivia) donde hicieron falta nuevas colectividades que catalicen el cambio.
Es un error atribuir este desfase a la lucha contra el neoliberalismo; este, al haber domesticado y mimetizado al liberalismo democrático, ha dejado a la izquierda peruana, con todas sus limitaciones, como la única alternativa a la voracidad de los poderes fácticos. Si nuestra izquierda entrega esa bandera, habrá entregado casi todo. En ese punto, es claro que el único lugar de una izquierda moderna en el Perú es la democracia, el desarrollo sustentable, la industrialización del país, la soberanía nacional, la descentralización, la ciudadanía, los derechos sociales e individuales y la lucha contra la injusticia. Esto es tan visible como que los grandes poderes económicos del país ya están muy bien representados por sus partidos y medios de comunicación.
En el mismo plano, sin embargo, la unidad de la izquierda no escapará del debate programático. Las movilizaciones en Brasil y Chile ponen en la mesa los límites del minimalismo. Este debate será definitorio por la complejidad del escenario peruano, un país donde el piloto automático se acerca a su fin; el mercado tiene felizmente una alta legitimidad; se ha reducido más de 30 puntos de pobreza en 12 años de democracia, pero cinco regiones (Apurímac, Cajamarca, Ayacucho y Huancavelica) tienen rangos de pobreza entre 45,0% y 55,5%; y el índice Gini de desigualdad se redujo de 0,525 en 2001 a 0,452 en 2011, una mayor disminución comparada con Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia y Paraguay; en suma, un modelo complejo de alto crecimiento, pobreza a la baja, desigualdad persistente, y sin reforma política.
Es cierto que la izquierda necesita un discurso claro sobre la inversión, especialmente aquel modelo que pretende eludir los derechos de las comunidades y de los consumidores. Sin embargo, no es lo único que necesita; requiere de un discurso para el país, una propuesta de reforma y un mensaje a la sociedad, especialmente para los movimientos sociales alejados de los partidos populares hace buen tiempo. Tener la razón histórica no es suficiente.
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