La República
La mitadmasuno
3 de mayo de 2013
Juan De la Puente
El escenario peruano ha experimentado en las últimas semanas una inesperada modificación, al anticiparse la campaña electoral que a pesar de encontrarnos a tres años de los comicios del 2016, contiene elementos de creciente polarización y deterioro de las relaciones entre los actores públicos.
El principal afectado en este proceso es el gobierno, al que se le abre nuevos y vulnerables flancos; el resto de actores también sufrirá pérdidas sensibles, por las dificultades para construir coaliciones electorales sólidas y por el abandono del centro político, una ubicación privilegiada que les permitió en su momento a Toledo, García y Humala ganar las elecciones presidenciales.
El curso abierto parece irreversible; en algunos meses extrañaremos el escenario sobre el que el gobierno operaba con cierta comodidad, ante una oposición mediática, parlamentaria y empresarial que atacaba puntos específicos del Ejecutivo conservando un buen talante frente al gobierno en su conjunto. En el nuevo ciclo se esfuman los espacios intermedios y se difuminan las funciones bisagra que permitían la actuación de una mayoría política, prestada pero mayoría al fin y al cabo: el PPC y Solidaridad Nacional en la directiva de Parlamento; Perú Posible, el aliado retrechero; Mario Vargas Llosa, el garante vigilante; y los gremios empresariales, los impacientes acompañantes del manejo económico oficial.
El desenlace de este proceso es impredecible por los rasgos poco clásicos de quienes actúan en la trama peruana. No obstante, debe descartarse una ruta brasileña como la que construyó Lula y el Partido de los Trabajadores (PT) en la primera presidencia de aquél, inaugurando un proceso democrático que dura más de 10 años. El Perú no tiene un sistema de partidos que acompañe y equilibre al partido de gobierno porque, paradoja peruana, el gobierno no tiene partido de gobierno propiamente dicho, carece de una sociedad civil organizada en diálogo dinámico con el gobierno y, más aún, el país adolece, a diferencia de Brasil, de una sociedad racionalmente abierta al cambio democrático.
Tampoco parece posible un escenario venezolano como el que inaugurara Hugo Chávez en 1999. El gobierno peruano carece de voluntad política para alterar las reglas del juego de la economía a pesar de las críticas que se le han realizado desde la empresa y los medios. A lo sumo, se propone una ligera innovación de modelo heredado, fortaleciendo el papel del Estado en algunos sectores sin reverdecer el estatismo. Un giro chavista implicaría un manejo más decisivo de los resortes políticos y militares del poder, improbables ahora, y sobre todo la movilización de las masas. Al contrario, el gobierno carece de operadores y de la voluntad ideológica chavista. Si hubo signos tempranos de Ollanta Humala, estos fueron su divorcio de la izquierda y su adhesión al pragmatismo. Algo más nos diferencia del escenario chavista: la alta legitimidad del mercado y el consenso nacional respecto a que el crecimiento económico debe ser defendido resueltamente.
El escenario de riesgo reside en que la pérdida de la mayoría y la guerra política aíslen al gobierno y generen un clima de tensión tanto en las alturas como en la calle, poniendo fin a los seis meses de relativa paz social. Si se fuerza una comparación, esta sería lo que vivió Ecuador entre el 2003 y 2005, cuando el presidente Lucio Gutiérrez, sin mayoría parlamentaria propia construyó un gobierno basado en una alianza con los sectores indígenas y la oposición displicente de los partidos. La ruptura de las alianzas y sus errores aislaron al gobierno que cayó por una asonada; la crisis fue conjurada por una sucesión constitucional precaria, el antecedente del actual régimen de Rafael Correa.
Para impedir ese escenario, el juego gobierno oposición no puede derivarse en una guerra política que use todos los medios al alcance incluyendo la amenaza de vacancia presidencial levantada por un partido con arraigo democrático. Nuestro sistema no resistiría 3 años de extrema polarización.
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