La República
La mitadmasuno
10 d junio de 2016
Juan De la Puente
La división electoral del Perú en dos es una realidad. Toda segunda vuelta tiene ese efecto pero la reciente fue especial porque partió al electorado en dos mitades casi exactas y desafiantes. Keiko avanzó poco desde el 40% obtenido en la primera vuelta y PPK lo hizo en una mayor medida, desde el 22% alcanzado el 10 de abril. A ello se debe que la mitad vencedora sea más heterogénea que la que perdió.
Luego de las elecciones, el hecho es que las dos mitades no son enteramente dueñas de los votos alcanzados. La división electoral ha sido transitoria considerando el abismo de representación y puede ser engañosa a la hora de la búsqueda de la gobernabilidad. Visto el proceso en su conjunto, la división electoral ha dado paso a la división política que es la que contará en adelante, es decir, un país dividido en tres mitades (con el perdón de Pitágoras y Euclides): 1) la que ha ganado; 2) la que ha perdido; y 3) la que expresa los intereses de otros ámbitos del Estado, los otros grupos políticos y las expectativas sociales vastas y heterogéneas en juego, expuestas en brechas sociales, territoriales y generacionales, cuya magnitud se empieza a estudiar.
Seria inexacto afirmar que las candidaturas de PPK y Keiko no representaron una parte de esas expectativas, pero sería igualmente equívoco sostener que esa representación fue total y que entre ambos grupos cierran con candado la gobernabilidad. Una visión tan absoluta no consideraría el inédito escenario electoral, la cobertura de ambas formaciones, la escasez de sus militancias, la atípica elaboración de las listas parlamentarias, el clientelismo en la campaña y el decisivo peso de las contracampañas.
Repartirse la gobernabilidad entre las primeras dos mitades obviando a la tercera sería muy riesgoso. La viabilidad de los pesos y contrapesos elegidos no está garantizada en un país que ha perdido músculo institucional y donde todos los grandes conflictos sociales han terminado en capitulaciones del Estado. Un consenso arriba/arriba sin mirar a la sociedad sería una ofrenda a la crisis de representación.
Lo que el país tiene al frente es una nueva transición o la promesa de ella, ya no la que operó el 2001 desde el autoritarismo a la democracia –cancelada bruscamente por Humala– sino desde la precariedad hacia la institucionalidad, aunque la que pueda recobrarse sea mínima. Ese es el sentido de las reformas que entraron por la ventana al proceso electoral, ausentes en los iniciales planes de gobierno.
El modelo de gobernabilidad no podrá prescindir del juego gobierno-oposición y de allí que los llamados a hacer un “gobierno de hermanos” o un “gobierno de primos” integrando al fujimorismo al gabinete tienen pocas probabilidades de éxito.
En este modelo caben en cambio otras figuras del diálogo político sobre el que ya se refirió PPK. La primera es el pacto nacional sobre cuatro o cinco grandes temas de la agenda pública (acaso seguridad, crecimiento, corrupción, desarrollo sostenible y descentralización) planteados de cara al país y discutidos ante él, y que involucre a todo el arco partidario parlamentario, a los otros ámbitos del Estado y a la sociedad civil. Por ejemplo, un acuerdo por la seguridad no puede prescindir del P. Judicial y del Ministerio Público, en tanto que el relanzamiento de la descentralización no puede alcanzarse sin los gobiernos locales y regionales. El espacio ideal para procesar este pacto arriba/arriba/abajo es el Acuerdo Nacional.
El Perú necesita un pacto republicano, un acuerdo que incluya líneas rojas que no deben ser cruzadas y es lo mínimo que se les puede pedir a los grupos que perdieron las elecciones sin que esto signifique que renuncien a su papel opositor al que tienen derecho. Un pacto nacional no le impedirá al nuevo gobierno intentar luego acuerdos específicos con la fuerza mayoritaria en el Congreso o integrar al gobierno a grupos que desean asumir posiciones en el gabinete.
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