La República
La mitadmasuno
8 de marzo 2013
Juan De la Puente
La inseguridad ciudadana se ha convertido en un gran problema político, quizás el más importante que desafía al gobierno y el Estado. Esta politización es la mejor noticia en este proceso de aumento de la percepción de desprotección pública y sepulta, ojalá para siempre, la premoderna convicción de que el delito es un problema de policías y ladrones. Esta politización deberá encontrar en el Estado nuevas respuestas porque también están agotados algunos dogmas de la criminología y del derecho penal.
Al ingresar en este nuevo momento, cuatro grupos de decisiones deberán ser adoptadas desde el Estado:
1) el Estado debe romper las vallas que impiden la adopción de una política criminal común, remplazada ahora por estrategias policiales y penales inconexas y parciales. En la actualidad, solo el Ministerio del Interior y los gobiernos locales y regionales establecen ciertas relaciones para un compromiso conjunto. Otras instituciones, como el Congreso, Poder Judicial, Ministerio Público y Tribunal Constitucional, no son sujetos vinculantes de ningún plan trasversal e integral. Si no se rompen los estancos, el Estado seguirá produciendo varias respuestas ante el delito.
2) Debe abandonarse la tentación por el populismo penal, convertido en los últimos 20 años en la receta mágica de los políticos frente al crimen y en el recurso fácil de la improvisación. Nuestro derecho penal debe recuperar cierta lucidez y creatividad para salir del agujero negro de las medidas ya fracasadas como el aumento de penas, la prisión efectiva generalizada, la disminución de la edad penal, entre otros, que han repletado las cárceles de imputados y sin que por ello disminuya el delito. Ya el presidente de la Corte Suprema ha deslizado algunas medidas sugerentes. En esa misma línea, no debería insistirse en las medidas que garantizan el “gatillo fácil” de las fuerzas del orden y que han llevado a la creación de escuadrones de la muerte en Trujillo y al asesinato de jóvenes en las comisarías y el incremento de la brutalidad policial. Lo que menos necesita hoy la policía es que los ciudadanos la consideren peligrosa.
3) Debe acabarse con otros dogmas que han cimentado los fracasos. Uno de ellos es el que considera que el problema fundamental es el patrullaje, por lo que la receta ciega consiste en sacar más policías a la calle. La experta Lucía Dammert ha respondido a esta receta con tres preguntas básicas: ¿Saben dónde mandarlos a patrullar? ¿A qué delitos se están enfrentando? ¿Dónde se requiere más personal? En cambio, sin descuidar el hecho de que se necesitan más policías en actividad, se reclama poco sobre la profesionalización de la policía y el desarrollo de la inteligencia y de la prevención. Es paradójico que el actual Plan Nacional de Seguridad Ciudadana y Convivencia Social aprobado en el 2012 no contenga actividades e indicadores de inteligencia policial.
4) Es imprescindible que el Estado y la sociedad superen el sentido común vigente respecto a que el delito es un asunto privado, hasta que nosotros seamos las víctimas directas. Eso ha conducido a que la sociedad convierta a la seguridad en un asunto también privado, generando costos a las familias y al mercado. Un dato antiguo del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) considera que el costo económico de la violencia en América Latina constituye el 14% del PBI, afectando la competitividad de la economía.
La propuesta del premier Juan Jiménez de un pacto nacional por la seguridad ciudadana es una oportunidad para acercar al Estado y la sociedad a una política y una estrategia común contra el delito que remita a decisiones reclamadas. Un pacto, por ejemplo, podría permitir que el Estado acabe en el plazo de un año con el famoso “servicio individualizado” que obliga a los policías a vender sus uniformes, sus armas y sus vidas para poder subsistir, o cambiar los indicadores del Estado en relación con el crimen ahora basados en los logros y no en los delitos.
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