La
República
La
mitadmasuno
27 de
octubre de 2017
Juan De la Puente
Los delitos sexuales
en el Perú son, quizás siempre lo han sido, delitos masivos cuya incidencia ya
debe ser comparada con el robo y el narcotráfico. Por esa razón es absurdo que
el sector conservador-machista de nuestro país pretenda cuestionar sin base
empírica, y solo desde lo masculino, el famoso hashtag #PerúPaísdeVioladores.
A los datos expuestos
añado tres que confirman esta criminalidad masiva: 1) De los 83,000 internos en
cárceles peruanas, 14,800 lo son por los cuatro tipos penales de violencia
sexual (violación sexual a menores de edad, violación sexual tipo básico, actos
contra el pudor y actos contra el pudor contra menores de edad), es decir el
17.8% del total. Este porcentaje es menor al de los internos por robo, pero
cerca de los presos por tráfico de drogas que son 18,900, es decir, el 20.4%.
2) El Ministerio
Público reporta que desde el año 2000, ha investigado 256 mil denuncias por
violación sexual, un ciclo de 16 años cuya principal característica es el
aumento de denuncias a una tasa de 9.6% por año. La progresión del delito es
muy clara: el año 2000 hubo 5 mil denuncias y el año pasado casi llegan a 22
mil. Salvo la extorsión, no hay delito que haya progresado tan aceleradamente
en el país. ¿Se denuncia más ahora? Sí.
3) Las sentencias van
en aumento y no se puede decir sin mayores datos que en este tema predomina
impunidad. De hecho, dos tercios de los internos en cárceles por delitos
sexuales han sido sentenciados, una cifra alta si se compara con el tráfico de
drogas que tiene solo al 28% de sentenciados. De los datos del Poder Judicial
se desprende que los jueces están condenando violadores y autores de delitos contra
el pudor en forma creciente. El 2015 sentenciaron a 5,885 personas, el año
pasado 6,106, y hasta agosto de este año a 4,775. El aumento de sentenciados en
las cortes superiores de Arequipa, Cusco, Junín, Lima Este, Madre de Dios, Puno
y Ucayali, es impresionante.
La masividad de estos
delitos nos remite a una primera conclusión. Este estallido no se puede
combatir solo desde el derecho penal o la política criminal clásica. La
explosión delictiva da cuenta de profundos problemas no encarados, y patentiza
una batalla en el plano de las ideas y de las políticas públicas.
Cuando ves o lees a
personas que prefieren luchar contra la llamada “ideología de género” con más
énfasis que contra las violaciones, o a un grupo de legisladores votar a favor
de beneficios penitenciarios de violadores sentenciados, es señal de que las
prioridades no son las mismas frente a estos delitos. Los delincuentes están
haciendo lo que saben hacer, y quienes fallan son el Estado y la sociedad.
La indignación sin
cambio es una moneda que ha perdido valor. Encarar estos delitos masivos
precisa de consensos básicos como los que operan en la lucha contra la
extorsión o el tráfico de drogas. Es una batalla que demanda asumir los
derechos de género y contra la violencia sexual en una sola dimensión, una
unidad que los indignados selectivos e intermitentes creen que pueden
reemplazar por su demanda de pena de muerte, a sabiendas de que no funciona.
Toda la actuación del
Estado se dirige a la etapa posterior al delito; se elevaron las penas para los
casos de violación, se retiraron los beneficios penitenciarios en dos de los
cuatro delitos contra la libertad sexual, se convirtieron esos delitos en
perseguibles por acción pública, y mejoraron (solo un poco) los procedimientos
de denuncia, reconocimiento de víctimas y juzgamiento. A pesar de ello no ha
decaído el delito.
La movilización
pública implica encarar la prevención desde la escuela y la comunidad y sobre
todo en la familia. El gran enemigo es la reproducción de los roles
tradicionales desiguales entre el varón y la mujer por mandato divino, el
derecho de conquista y la propiedad personal de un ser humano; aunque uno de
los peores machismos –lo acabamos de ver en la Comisión de la Mujer del
Congreso– es el de las mujeres. Desde el tradicionalismo no se podrá parar este
delito masivo.
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