La República
Sábado 19 de mayo
Juan De la Puente
Ha llamado la atención la manifestación de medio centenar de prosenderistas en la Universidad de San Marcos a favor de Abimael Guzmán. Las respuestas se han conducido por dos vías, la explicación tibia y fisiócrata del rector y las amenazas de intervención del Presidente de la República. Son estos dos hilos que no deberían perderse en el debate respecto no solo de San Marcos sino de la universidad pública.
El activismo senderista es paradójico, se registra en un extraño marco: la despolitización de la universidad y del movimiento estudiantil, proceso que ha fortalecido la anomia universitaria de las últimas décadas. En su momento, particularmente en los años 80, la búsqueda de un quehacer político democrático implicó una toma de posición contra SL y otros grupos radicales en los claustros universitarios. Ese fue, por ejemplo, el sentido del movimiento que llevó a Antonio Cornejo Polar al rectorado de San Marcos en 1985, una experiencia efímera que, no obstante su fracaso, dejó la lección: la mejor receta contra el fundamentalismo y la mediocridad universitaria, que casi siempre van de la mano, es la política democrática.
San Marcos y las universidades públicas demandan con urgencia una gran intervención del Estado para erradicar la corrupción y esa suerte de populismo académico barato que se ha hecho costra en los claustros. La mayoría son gobernadas por pequeñas mafias que han pervertido el tercio estudiantil y la autonomía universitaria. Esa mediocridad no tiene signo ideológico (vean lo que pasa en la Universidad Villarreal). El impulso de la Ley 23733 de diciembre de 1983 expiró hace años y se requiere un proyecto de segunda reforma universitaria convertida en ley. El Estado debe abandonar su actitud abstencionista sobre la universidad, que deja transitoriamente con cada video senderista para volver a la indiferencia.
La universidad pública debe elegir a los decanos y rectores en votaciones universales; reducir drásticamente el número de miembros de las asambleas universitarias, consejos de facultad y de facultades mismas; despartidarizar la gestión de gobierno; acometer seriamente el proceso de evaluación y acreditación; y romper el tabú antimercado y relacionarse con las empresas en la misma dimensión que con la sociedad. Me pregunto si en ese esquema resulta sobrando la Asamblea Nacional de Rectores (ANR), la prueba más evidente de que la Ley 23733 hizo de la universidad peruana un islote poco fértil.
El activismo senderista es paradójico, se registra en un extraño marco: la despolitización de la universidad y del movimiento estudiantil, proceso que ha fortalecido la anomia universitaria de las últimas décadas. En su momento, particularmente en los años 80, la búsqueda de un quehacer político democrático implicó una toma de posición contra SL y otros grupos radicales en los claustros universitarios. Ese fue, por ejemplo, el sentido del movimiento que llevó a Antonio Cornejo Polar al rectorado de San Marcos en 1985, una experiencia efímera que, no obstante su fracaso, dejó la lección: la mejor receta contra el fundamentalismo y la mediocridad universitaria, que casi siempre van de la mano, es la política democrática.
San Marcos y las universidades públicas demandan con urgencia una gran intervención del Estado para erradicar la corrupción y esa suerte de populismo académico barato que se ha hecho costra en los claustros. La mayoría son gobernadas por pequeñas mafias que han pervertido el tercio estudiantil y la autonomía universitaria. Esa mediocridad no tiene signo ideológico (vean lo que pasa en la Universidad Villarreal). El impulso de la Ley 23733 de diciembre de 1983 expiró hace años y se requiere un proyecto de segunda reforma universitaria convertida en ley. El Estado debe abandonar su actitud abstencionista sobre la universidad, que deja transitoriamente con cada video senderista para volver a la indiferencia.
La universidad pública debe elegir a los decanos y rectores en votaciones universales; reducir drásticamente el número de miembros de las asambleas universitarias, consejos de facultad y de facultades mismas; despartidarizar la gestión de gobierno; acometer seriamente el proceso de evaluación y acreditación; y romper el tabú antimercado y relacionarse con las empresas en la misma dimensión que con la sociedad. Me pregunto si en ese esquema resulta sobrando la Asamblea Nacional de Rectores (ANR), la prueba más evidente de que la Ley 23733 hizo de la universidad peruana un islote poco fértil.
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